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la esclava instruida - José María Álvarez

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La#Esc<strong>la</strong>va#Instruida#<br />

espalda. Mordías <strong>la</strong> almohada. Besé tu culo fastuoso y, abriéndote <strong>la</strong>s nalgas, dejé un caracol<br />

junto a tu agujerito perfecto. El caracol se deslizaba muy despacio hacia abajo, se detuvo; un<br />

hilillo como de araña cubría tu ano rosáceo, delicado como un pétalo.<br />

-No puedo más, no puedo más –suspirabas-. Hijo de puta, no puedo más.<br />

-Aguanta. –Y te besé. Tu lengua acarició <strong>la</strong> mía.<br />

Abriste los ojos.<br />

-No puedo más. De verdad.<br />

Alzaste <strong>la</strong> cabeza y miraste los caracoles que recorrían tu cuerpo.<br />

-Es fantástico. Fantástico. Pero inaguantable.<br />

-Escucha esto –te dije. La Cal<strong>la</strong>s cantaba “Da molto è che mi amate?”-. Escúchalos.<br />

Escúchalos.<br />

-Y entonces empezó ese dúo embriagador, imperecedero, que emociona hasta los<br />

huesos de nuestras almas: “Un di, felice, eterea…”. Ese “Amor ch’è palpito / Dell’ universo intero, /<br />

Misterioso, altero, / Croce e delizia al cor”. Nos besábamos. Un beso <strong>la</strong>rgo. Mi mano iba quitando los<br />

caracoles de tu cuerpo mientras nosotros nos besábamos. Un beso <strong>la</strong>rgo. Te abrazaste a mí y<br />

temb<strong>la</strong>bas. Abrí tus muslos y entré en tu cuerpo.<br />

-Hazme pedazos –me decías-. Hazme pedazos.<br />

-“É strano é strano…” Tus uñas se c<strong>la</strong>varon en mis hombros. Golpeabas con tu cuerpo<br />

hacia arriba con desesperación, con locura. Yo sentí venir en mi carne el fuego del p<strong>la</strong>cer.<br />

-¡Córrete! –te dije-. ¡Ahora!<br />

Diste un grito que se mezcló con <strong>la</strong> voz lejana de Alfredo: “Croce e delizia, delizia al cor”, y<br />

ya ese desvanecido “Amore è palpito…”.<br />

-¡Dios mío! ¡Tú me matas un día! –exc<strong>la</strong>maste.<br />

Nos quedamos sin fuerzas, como si nos hubiera bajado <strong>la</strong> tensión de golpe, sudorosos,<br />

felices. La cinta seguía, con el dúo de Violetta y el padre de Alfredo. A mí me gustaba más como<br />

lo hacia Taddei en <strong>la</strong> grabación de México, pero, de todas formas, esa Traviata que estábamos<br />

escuchando era <strong>la</strong> cumbre de <strong>la</strong>s de <strong>la</strong> Cal<strong>la</strong>s. Nunca hubo una Violetta así. Me acuerdo que,<br />

cuando cantaba “Ah! Dite al<strong>la</strong> giovanne, si bel<strong>la</strong> e pura / Ch’avvi una vittima del<strong>la</strong> aventura…”, tus ojos<br />

se humedecieron.<br />

Fumamos unos cigarrillos. Cuando <strong>la</strong> Cal<strong>la</strong>s dijo “Amami, Alfredo”, me besaste y te<br />

quedaste apretada a mí como una criatura cuando tiene frío.<br />

-Tengo hambre –dijiste. Y me miraste mimosa-. Tráeme unas galletas. O algo.<br />

-Tengo algo mejor –te dije-. Ayer, antes de salir de Sevil<strong>la</strong>, compré unas torrijas en<br />

Castro, en <strong>la</strong> Puerta de <strong>la</strong> Carne. Me gustan más que <strong>la</strong>s de <strong>la</strong> Campana, son más melosas.<br />

-Me vuelven loca <strong>la</strong>s torrijas. Y los pestiños. Ah.<br />

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