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la esclava instruida - José María Álvarez

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La#Esc<strong>la</strong>va#Instruida#<br />

Salimos. Vimos <strong>la</strong> procesión en varios puntos. Luego vimos otra, y otra, y otra. Estuviste<br />

toda <strong>la</strong> noche demostrándome cierto cabreo. Por fin, y cómo sabías que eso a mí no me gustaba<br />

demasiado, dijiste:<br />

-¿Por qué no vamos a una disco?<br />

Pepe dijo que había una discoteca abierta cerca de Sevil<strong>la</strong>. Me estremecí. Para mí<br />

hubiera sido igual que hubieses dicho “Vamos a hacer pesca submarina” o “Vamos a esquiar” o<br />

“Vamos a cazar mariposas”: hubiera ido. Así que subimos a un viejo Peugeot de uno de aquellos<br />

amigos, y los demás buscaron sus coches, y nos arrastraste a todos carretera ade<strong>la</strong>nte hasta un<br />

local en un descampado lejano, donde centelleantes neones anunciaban <strong>la</strong>s delicias del moderno<br />

vivir. La gente que pulu<strong>la</strong>ba por su puerta no hacía presagiar nada bueno. Yo traté, en vano, de<br />

convencerte de que más allá de una conversación inteligente frente a unas copas con<br />

desti<strong>la</strong>ciones de probada nobleza no existe sino el espacio atroz de los bárbaros. Pero<br />

obviamente estabas dispuesta a hacerme tragar mi ración de barbarie. Y así, sin saber muy bien<br />

cómo, y sin más armas que mi devoción por ti, mi esperada educación y <strong>la</strong> esperanza de una<br />

bebida poco envenenada, me encontré de pronto en una pista de extrañas y cegadoras luces y<br />

bajo una música ensordecedora que haría huir a <strong>la</strong>s hienas de <strong>la</strong> Escritura; y yo mismo, de<br />

pronto, me vi en aquel<strong>la</strong> pista moviendo convulsivamente, como en enfermedad innoble, mis<br />

miembros que, no necesito asegurarlo, siempre pensé diseñados para mejores tareas. Una hora<br />

más tarde, tus padres, destrozados, dijeron que volvían al piso. Beatriz dijo que se iba con ellos.<br />

Yo aseguré que <strong>la</strong> adrenalina desatada por <strong>la</strong> Trianera me impedía dormir, y que me quedaba<br />

un rato más. Me miraron compasivamente y se fueron. Otra hora más tarde –tú bai<strong>la</strong>bas y<br />

bai<strong>la</strong>bas-, al borde del infarto, te dije:<br />

-Te espero tomando una copa.<br />

Seguiste bai<strong>la</strong>ndo. Estabas decidida a hacerme pagar caro el suavísimo destello de mis<br />

ojos ante los muslos de aquel<strong>la</strong> cata<strong>la</strong>na. Me senté y pedí otra ginebra. Todos bai<strong>la</strong>bais menos<br />

Pepe y yo, que mirábamos el mundo como Colón <strong>la</strong>s aguas tenebrosas. Entonces llegó un grupo<br />

de conocidos de Pepe, muy jóvenes. Proferían bramidos desentonados y desde luego no habían<br />

estudiado en Cambridge. Aquellos bultos que en cualquier tribu inteligente no se hubieran<br />

producido o, de producirse, hubieran sido <strong>la</strong>pidados, avanzaron hacia nosotros, llegaron junto a<br />

mí, y uno de ellos le dio a Pepe una fuerte palmada en el cogote. Inmediatamente nos ofrecieron<br />

una serie de posibilidades vitales a cuál más sugestiva. Les aseguré haber logrado arrastrarme<br />

durante cuarenta años con cierta dignidad sin haber precisado en ningún momento otra cosa<br />

que tabaco negro, dos o tres edificantes variaciones de aguardientes, una inquebrantable<br />

devoción por Mozart y Shakespeare y el más absoluto desprecio por <strong>la</strong> capacidad de<br />

degradación de <strong>la</strong> especie humana. Se rieron, me propinaron otra palmada en el cogote, y se<br />

<strong>la</strong>nzaron enardecidos a disolverse en <strong>la</strong> luces de <strong>la</strong> pista.<br />

Pepe y yo nos acurrucamos en un sofá algo apartado, casi en posición fetal, y<br />

aguardamos <strong>la</strong> Trompeta del Juicio. Mientras tú bai<strong>la</strong>bas consideré el paso del tiempo, <strong>la</strong><br />

reproducción de <strong>la</strong>s hormigas y <strong>la</strong> pintura del Correggio; consideré cómo mis manos empezaban<br />

ya a indicar el envejecimiento; recordé <strong>la</strong> vieja casa de mi abue<strong>la</strong> y su irrecobrable esplendor.<br />

En un momento dado, cuando ya <strong>la</strong> ginebra empezaba a salírseme por <strong>la</strong>s orejas, te l<strong>la</strong>mé:<br />

-No te cansas de bai<strong>la</strong>r –te dije.<br />

-No. Es estupendo –me contestaste con sorna.<br />

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