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la esclava instruida - José María Álvarez

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José#María#Álvarez#<br />

gimnasia, no leen a Stendhal, no son propensos a dejarse <strong>la</strong> piel en lechos suntuosos con mujeres<br />

como tú, no darían su vida por un aria de Mozart o por La Traviata. ¿Pero no podrían, al menos,<br />

cal<strong>la</strong>rse sus mentecaterías unos pocos años?<br />

Es lo mismo que esa idea perversa que han logrado imp<strong>la</strong>ntar: esas unidades de los<br />

hospitales donde prolongan artificialmente <strong>la</strong> vida de alguien por encima del derecho a<br />

enfrentarse a <strong>la</strong> muerte con orgullo. Qué espectáculo tan <strong>la</strong>mentable el de <strong>la</strong> agonía atroz de un<br />

ser humano que, fuera de su entorno, muere en un hospital conectado a extraños y soberbios<br />

aparatos. Y solo.<br />

Tú y yo siempre hemos pensado que se debe morir de <strong>la</strong> misma forma que se ha vivido,<br />

contemp<strong>la</strong>ndo lo que a lo <strong>la</strong>rgo de <strong>la</strong> vida has dispuesto como tu decorado. Hay que beberse <strong>la</strong><br />

última copa, fumarse el último cigarro, besar a <strong>la</strong> última mujer, leer <strong>la</strong> última página y escuchar<br />

<strong>la</strong> última ópera. Se muere así. O en batal<strong>la</strong>. Y a un hombre no se le despedaza en una morgue.<br />

Lo ve<strong>la</strong>n los suyos y se le envuelve en su bandera.<br />

Pienso en <strong>la</strong> muerte de Stevenson, sobre <strong>la</strong> que tantas veces hemos hab<strong>la</strong>do. Fue al<br />

atardecer, en <strong>la</strong> terraza de su casa, después de haber dictado un fragmento de Weir of Hermiston.<br />

Si hubiera muerto ayer, probablemente a esas horas estaría en el frigorífico de un hospital<br />

esperando el momento en que una funeraria se encargara de su tras<strong>la</strong>do (lo más disimu<strong>la</strong>do<br />

posible) hasta un cementerio donde <strong>la</strong> última tumba hermosa no tiene ya menos de cincuenta<br />

años. Sus amigos de Samoa eran mucho más inteligentes, infinitamente más sensibles y, sin<br />

duda, más dignos: sobre <strong>la</strong> misma mesa en que había escrito y comido desde niño, fue llevado a<br />

hombros a través de <strong>la</strong>s montañas, por una senda abierta a machetazos, hasta <strong>la</strong> cima del Vaea,<br />

cara al mar. Cuando él murió fue arriada <strong>la</strong> bandera británica y con el<strong>la</strong> lo cubrieron. Sobre <strong>la</strong><br />

tumba escribieron: “Esta es <strong>la</strong> tumba de Tusita<strong>la</strong>”. Y no volvieron a cazar en aquel<strong>la</strong> montaña<br />

para no perturbar su sueño.<br />

Es <strong>la</strong> misma nobleza de Denys Finch-Hatton, que contaba Isak Dinesen en Out of Africa.<br />

La de Nelson en <strong>la</strong> furia y <strong>la</strong> gloria de Trafalgar. Ya se nos ocurrirá algo a ti y a mí, ¿no? Algo<br />

con cierta grandeza.<br />

Recuerdo el día en que murió Borges, y cómo te conmocionó saberlo. Te había pasado<br />

con su obra como con <strong>la</strong> de Stevenson: <strong>la</strong> devoraste, desde aquel primero Historia universal de <strong>la</strong><br />

infamia, que te regalé muy poco después de conocerte. Y no sólo con su obra; te sucedía como a<br />

mí: te caía muy bien. Me l<strong>la</strong>maste al estudio y tu voz temb<strong>la</strong>ba:<br />

-Se ha muerto Borges. Acaban de decirlo.<br />

Yo también lo había oído. Era algo que esperábamos desde hacía semanas, pero<br />

realmente su muerte –como <strong>la</strong> de Welles, aquel mismo año- nos causó un muy profundo dolor.<br />

Yo traté de conso<strong>la</strong>rte:<br />

-Nos ha gastado una broma de <strong>la</strong>s suyas: dar su nombre a un cadáver en Ginebra. Pero,<br />

aprovechando <strong>la</strong> turbación, Borges, con un baúl mundo cargado de libros y de <strong>la</strong> mano de<br />

Maria Kodama, ha escapado. Algún día volverá. A <strong>la</strong> cabeza de un ejército instruido que<br />

cargará recitando a Ver<strong>la</strong>ine y a fray Luis o dec<strong>la</strong>mando par<strong>la</strong>mentos de Shakespeare o páginas<br />

del doctor Johnson, invocando a Dante en <strong>la</strong> fiebre de sangre de <strong>la</strong> degol<strong>la</strong>ción del enemigo. Ese<br />

día lo veremos. En el altar de los sacrificios, averiguando en <strong>la</strong>s vísceras. Riéndose.<br />

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