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la esclava instruida - José María Álvarez

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José#María#Álvarez#<br />

Hace unos días me acordé mucho de ti. Porque estuve cenando con unos amigos y salió<br />

un tema sobre el que hemos estado conversando a veces: esa exaltación que el hombre puede<br />

sentir en <strong>la</strong>s batal<strong>la</strong>s, en aquel<strong>la</strong>s antiguas cargas a caballo, o hasta hoy, en cualquier situación<br />

en que <strong>la</strong> vida le haga sentir que está participando en algo acaso inolvidable. ¿Sabes? Me di<br />

cuenta de que lo que ya es difícilmente concebible es precisamente esa emoción. Supongo que<br />

nuestro tiempo <strong>la</strong> ha substituido por otras, “sin”, ruines. Hay miedo, aturde lo que por<br />

excepcional, diferencia. No es raro en un rebaño cada día más dócil, más sutilmente<br />

amaestrado. Al fin y al cabo de esa mansedumbre viven los indeseables. Pero que tres amigos, a<br />

quienes yo consideraba muy ajenos a ese deplorable sometimiento (tengo que dejarles que lean<br />

La emboscadura de Jünger), expresaran ideas tan baratas me preocupó. Tampoco <strong>la</strong>s afinidades<br />

que desde hace años nos han permitido felices ve<strong>la</strong>das –el entusiasmo por Stevenson o Borges o<br />

Reyes, <strong>la</strong>s hazañas de algunas indelebles cortesanas, <strong>la</strong> pintura de Velázquez o <strong>la</strong> música de<br />

Mozart- constituían ya, en dos de ellos, objeto de especial mención. Que una civilización<br />

execrable y moribunda cuente entre los achaques de su cobardía, el menosprecio por lo que un<br />

hombre puede sentir en una situación de ésas que cierto film fijaba diciendo: “Abra usted bien<br />

los ojos, porque se seguirá hab<strong>la</strong>ndo de este día mucho después de que usted y yo y nuestros<br />

hijos y los hijos de nuestros hijos hayan muerto. ¿Y quiere que le diga algo? Me emociona vivir<br />

este día”, y que esa vileza hubiese alcanzado a unos amigos (de los que tenía sobradas pruebas<br />

de inteligencia), aparte de disminuir el gozo de aquel<strong>la</strong> sobremesa ante un magnífico Oporto –<br />

esa suntuosa joya del silencio como decía Luján (cuánto te gustaba esa frase)-, me llevó a<br />

sombrías reflexiones sobre el estrechamiento del cerco por parte de los cretinos. Si hubieras<br />

estado presente –tienes menos paciencia que yo-, hubieras acabado <strong>la</strong> conversación con uno de<br />

tus “Esto es aburrido, que es lo peor que algo puede ser”. Traté al principio de razonar, pero vi<br />

que era inútil. La gentuza les había reducido el cerebro a su mayoritaria medida. Opté entonces<br />

por conducir <strong>la</strong> noche hacia temas neutrales: Montaigne, Aida, <strong>la</strong> nostalgia por <strong>la</strong>s medias con<br />

costura… Hacia <strong>la</strong>s doce y media uno de ellos afirmó con <strong>la</strong> rotundidad de los necios:<br />

-Los militares siempre han sido lo mismo.<br />

Traté de recordarle unos cuantos nombres –el más famoso no sería Alejandro; reiterar<br />

Nelson o Auchinleck confirmaron mi anglofilia; Napoleón fue unánimemente rebajado a<br />

dictador; <strong>la</strong> batal<strong>la</strong> de Jut<strong>la</strong>ndia ocupó con emoción por mi parte sus buenos tres cuartos de<br />

hora- pero no conseguí lustrar sus estremecidas lealtades.<br />

Me despedí con tristeza. Te echaba mucho de menos. Cogí el coche y me fui a <strong>la</strong> p<strong>la</strong>ya.<br />

Desayuné contemp<strong>la</strong>ndo <strong>la</strong> belleza de <strong>la</strong>s aguas. Recordé algo que tú me habías dicho, una vez<br />

que hablábamos sobre el Papa Julio II: “Es el mismo problema que el Arte o el amor y, si me<br />

apuras, que <strong>la</strong> elección de un vestido, o tú de una corbata: se trata de sentir en <strong>la</strong> piel lo que nos<br />

hace memorables”. Sí, era lo mismo que alguien dijo en el alcázar del Victory en el corazón de<br />

una batal<strong>la</strong>: “Esto es el Infierno, caballeros. Pero por nada del mundo quisiera estar ahora en<br />

otro sitio”. Pues esa sensación que tú decías, en <strong>la</strong> piel, ese mismo roce del viento de <strong>la</strong> vida, es<br />

lo que yo sentía cuando estábamos juntos en <strong>la</strong> cama. Pero no sólo en <strong>la</strong> cama: lo sentía cuando<br />

te miraba moverte, vivir, reír. La sensación de estar vivo, de que todo cuanto soy se estremecía<br />

en ese vértigo de amor y p<strong>la</strong>cer.<br />

Hace un rato pensaba en aquel<strong>la</strong> tarde en que estuvimos discutiendo sobre Arthur Gordon<br />

Pym, que a ti te gustaba mucho y a mí, algo menos. Pero algunas pa<strong>la</strong>bras tuyas que recordé me<br />

iluminaron. Y creo que llevabas tú más razón que yo, o al menos mejores razones. Yo te decía<br />

que te gustaba tanto porque eras muy joven, y porque de alguna manera todas <strong>la</strong>s incapacidades<br />

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