la esclava instruida - José MarÃa Ãlvarez
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José#María#Álvarez#<br />
actores, guiones particu<strong>la</strong>rmente felices o imaginería perdurable, constituyen piezas perfectas.<br />
Sí, el cine, junto a algunos libros, algunas músicas y pinturas, es ya bagaje imprescindible de<br />
todo caballero bien nacido para afrontar con serenidad el tiempo y el desastre.<br />
Pero entre todos los directores –Von Sternberg, Welles, Renoir, Truffaut, Chaplin,<br />
Hitchcock, Von Stroheim, Ford, Lang, Walsh (o desde Lo que el viento se llevó o At<strong>la</strong>ntic City o<br />
Casab<strong>la</strong>nca); quizá ninguno como Mizogushi –salvo Welles- ha dotado a <strong>la</strong> escritura con <strong>la</strong><br />
cámara de <strong>la</strong> grandeza que Virgilio, Shakespeare o Tácito habían consagrado un libro. Sus<br />
filmes, como <strong>la</strong>s obras de Montaigne, son imperecederos: su belleza y el alcance de su<br />
meditación no han sido igua<strong>la</strong>dos, y obras como El intendente Sansho –que muchas veces pienso si<br />
no será <strong>la</strong> mejor pelícu<strong>la</strong> que he visto- adorna ya el mundo y nuestra vida con <strong>la</strong> misma<br />
maravillosa perfección que King Lear, el tercer movimiento del Trío nº 6 para piano, violín, y<br />
violoncello de Beethoven, <strong>la</strong>s te<strong>la</strong>s de Rembrandt, Roma o <strong>la</strong> vida de William Beckford. La he<br />
grabado, y cuando regreses <strong>la</strong> veremos juntos.<br />
Durante cuatro años, sólo hemos roto nuestro enc<strong>la</strong>ustramiento en seis ocasiones, y qué<br />
fantásticas todas; aquel<strong>la</strong> noche en <strong>la</strong> p<strong>la</strong>ya, cuando acabábamos de “conocernos”; el viaje a<br />
Cuba; <strong>la</strong> tarde de El Corte Inglés; <strong>la</strong> Semana Santa de Sevil<strong>la</strong>; cuando engañamos a todo el<br />
mundo y nos fuimos a Istanbul; y aquel<strong>la</strong> noche, en el coche-cama, camino de Madrid.<br />
Qué apasionante fue aquello. Yo ya lo había pensado desde hacía tiempo, pero<br />
resultaba difícil. Sí, aprovechar alguno de tus viajes a Madrid para visitar a tu abue<strong>la</strong>. La<br />
solución vino rodada aquel<strong>la</strong> tarde de Febrero, (Beatriz, además, estaba en Roma), mientras<br />
tomaba una copa con tus padres, y ellos comentaron que aquel<strong>la</strong> noche te ibas en el cochecama.<br />
So<strong>la</strong>. Yo te miré como un azor y tú captaste mi mensaje al vuelo. Sonreíste y asentiste.<br />
Como sabía que tus padres irían a despedirte (todo corazón), me fui mucho antes y en<br />
cuanto abrieron el vagón, me instalé. Vigilé por <strong>la</strong> ventanil<strong>la</strong>, hasta que te vi llegar. Ibas en otro<br />
vagón. En cuanto el expreso se puso en marcha, salí al pasillo y fui hasta donde sabía que me<br />
esperabas. Estabas fumando y mirando por <strong>la</strong> ventanil<strong>la</strong> <strong>la</strong> ciudad perderse en <strong>la</strong> noche. Como<br />
viajaba gente que podía reconocerme, no nos hab<strong>la</strong>mos hasta que el pasillo quedó desierto.<br />
Entonces nos metimos rápidamente en tu cabina. Tomamos un coñac y comentamos divertidos<br />
<strong>la</strong>s estrecheces del local. Mientras tú arreg<strong>la</strong>bas <strong>la</strong>s almohadas y te quitabas el pantalón (creo<br />
que ésa fue una de <strong>la</strong>s cuatro o cinco veces en que te he visto vestir con pantalón; los detestabas<br />
tanto como yo) mi pol<strong>la</strong> empezó a desperezarse con ardor de mameluco y mis pensamientos<br />
vo<strong>la</strong>ron estrellándose unos contra otros, todos corriendo desaforadamente hacia ese mundo<br />
majestuoso de sonrosados <strong>la</strong>bios que escondía su poder entre tus muslos.<br />
Me besaste con estrépito. Metiste tu mano por debajo de mi camisa y me acariciaste <strong>la</strong><br />
espalda. Caímos tocados por el dedo de Venus en aquel lecho angosto y mimé tus pechos<br />
prietos, gloriosos. Sin dejar de besarte, metí mi mano bajo tu braguita y acaricié <strong>la</strong> hendidura<br />
entre tus nalgas. Te quité <strong>la</strong> braguita y besé tu ombligo. Tu conejo de mazapán y cabello de<br />
ángel resp<strong>la</strong>ndecía en <strong>la</strong> luz de acuario de <strong>la</strong> cabina. Qué espectáculo fastuoso. Tu vientre<br />
perfumado, tus piernas turbulentas cubiertas de aquel vello finísimo que era mi perdición y, en<br />
medio, como el camahueto, ese animal fabuloso y acuático que rige tempestades y desmanes, tu<br />
coño, tu coño como rocío de oro, listo para engullirme y trasportarme al núcleo del Cuerno de<br />
<strong>la</strong> Abundancia, maravilloso, incandescente, inescrutable como el destino de Edipo.<br />
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