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la esclava instruida - José María Álvarez

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José#María#Álvarez#<br />

Recuerdo su rostro: ese autorretrato de Las Meninas, voluntariamente rodeado del<br />

mundo y aquel<strong>la</strong>s personas que amó y le amaron. Está entregado a su trabajo, pintar a los<br />

grandes; sirve y ennoblece a una Corona que no ha olvidado el primer deber de los reyes: hacer<br />

más rico y orgulloso su tiempo. Los ojos de Velázquez están ve<strong>la</strong>dos por una sutil me<strong>la</strong>ncolía. El<br />

porte es arrogante; luce –o lucirá- sobre su pecho <strong>la</strong> cruz de caballero de Santiago que ha<br />

encumbrado su apellido. Todo desprende esa distinción de naturaleza, modales y estilo que le<br />

reconoció Boschini.<br />

Quizás son <strong>la</strong>s primeras horas del atardecer. La luz castel<strong>la</strong>na empieza a dorarse. Parece<br />

pintar despacio, atendiendo a otros asuntos, una conversación, el juego de <strong>la</strong> Infanta, los a<strong>la</strong>rdes<br />

del perro. Sabe que el Arte es <strong>la</strong>rgo y además no importa. Es sabio, conoce el alcance de sus<br />

te<strong>la</strong>s; tampoco ignora otros afanes: ciertos negocios, Italia, el acontecer de su época… Y <strong>la</strong><br />

fortuna. Es un perfecto pa<strong>la</strong>tino, y como tal, se retrata. Compara éste con el autorretrato con<br />

guantes de Dürer. Por el de Velázquez ha pasado el Oriente que creció en España. Y hay un<br />

<strong>la</strong>rgo camino, español, que da a esa mirada su lejanía y su perdón: lo veo en Berruguete (pienso<br />

en Federico de Montefeltro y su hijo Guidobaldo), en esa imponente Consagración de san<br />

Agustín del Retablo de los B<strong>la</strong>nquers, de Jaime Huguet. No lo olvidó el Greco en su retrato del<br />

Cardenal Niño de Guevara. Está en <strong>la</strong> arquitectura de los árabes que se mezc<strong>la</strong>ron y crecieron<br />

bajo nuestros cielos.<br />

Piensa, amor mío, en los rostros que vio encaminarse a <strong>la</strong> muerte. Recuerda los retratos<br />

de <strong>la</strong> Infanta Margarita. Un día verás los tres de Viena, en el Kunsthistorischess Museum: los<br />

que le guardan con tres, cinco y ocho años. Hay otro en el Louvre, a los cuatro. Y el del Prado<br />

adolescente. Ese ya lo viste cuando fuiste con tu curso del instituto.<br />

Prefiero sobre todos el retrato que le dedicó a sus cinco años. Dicen que sirvió de boceto<br />

para el de Las Meninas; es el mismo vestido y parece de <strong>la</strong> misma edad. El sol dora <strong>la</strong> p<strong>la</strong>ta. Justi<br />

decía que el color de Velázquez hace parecer convencional al Tiziano y fantástico a<br />

Rembrandt. La Infanta posa. De todos los rostros que Velázquez pintó quizá sea <strong>la</strong> Infanta <strong>la</strong><br />

que mejor posa. No está tomada en un instante fugaz. Se deja retratar. Pero ni siquiera nos<br />

mira. Ya no nos miraba en el retrato a los tres años, ida como <strong>la</strong> flor que cae del vaso. Parece<br />

fatigada. Encontrarás ese gesto en otros niños –burgueses-, solos entre juguetes entrañables,<br />

como Pepito Costa y Bonells, o los hijos de los Duques de Medinaceli, ambos de Goya. Pienso<br />

también en el retrato que don Francisco pintó de Manuel Osorio Manrique de Zúñiga, ese niño<br />

encantador; el segundogénito del Conde de Altamira posa con sus animales queridos, alguno de<br />

ellos inquietante (no menos que esa cortina roja que pesa sobre <strong>la</strong> Infanta). En los rostros de los<br />

dos niños bril<strong>la</strong> el mismo ocaso.<br />

El retrato del Prado –<strong>la</strong> Infanta adolescente- se levanta sobre el espléndido de los ocho<br />

años, de Viena, ese apogeo de dignidad y azules que cubre el oro y <strong>la</strong> p<strong>la</strong>ta. La tragedia se<br />

perfecciona porque otra mano -¿Mazo?- ha ajustado los rasgos de <strong>la</strong> Infanta a otra edad,<br />

cuando el cuadro se envía, y nuevas pince<strong>la</strong>das anticipan <strong>la</strong> obra del tiempo y envejecen a <strong>la</strong><br />

niña con siniestras ve<strong>la</strong>duras. Es una obra ya cercana a <strong>la</strong> muerte del pintor –(¿<strong>la</strong> que termina<br />

en el retrato familiar de Mazo?)-, y en qué rostro mejor pudo dejar Velázquez su testamento.<br />

Ese rostro que alguien envejeció tiene <strong>la</strong> deso<strong>la</strong>da grandeza que el Destino le había decretado.<br />

Son niños marcados. En Velázquez y en Goya. Han nacido en un mundo que ya no<br />

regirán. Seguramente por eso los aman tanto sus pintores. Y no los dejan a <strong>la</strong> consideración del<br />

porvenir con el mismo desamparo que a sus mayores, ni siquiera defendidos por <strong>la</strong> belleza –<br />

recuerda <strong>la</strong> Lucrecia Panciatichi del Bronzino, o <strong>la</strong> joven Sforza de Lorenzo di Credi-, sino<br />

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