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El doncel de don Enrique el Doliente - Djelibeibi

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<strong>El</strong> <strong><strong>don</strong>c<strong>el</strong></strong> ... – 118 – Capítulo X<br />

a manera <strong>de</strong> los que usaban los almogávares, no permitían<br />

ver quiénes ni qué especie <strong>de</strong> hombres fuesen.<br />

Suspensas quedaron a tan extraña aparición doña María<br />

y su camarera; mirábanse alternativamente, y miraban<br />

luego con atención exploradora a <strong>don</strong> <strong>Enrique</strong>, <strong>de</strong>seosas <strong>de</strong><br />

reconocer en su fisonomía si se presentaban los intrusos allí<br />

por su or<strong>de</strong>n o si tendrían <strong>el</strong>las motivo para temer algún<br />

nuevo p<strong>el</strong>igro.<br />

—¡Vive Dios! —exclamó <strong>don</strong> <strong>Enrique</strong> levantándose—;<br />

¿quién es <strong>el</strong> osado que os envía? ¿Quién se atreve a interrumpir<br />

<strong>de</strong> un modo tan incivil las conversaciones <strong>de</strong>l con<strong>de</strong><br />

<strong>de</strong> Cangas y Tineo? Salid fuera y...<br />

No le dieron tiempo a proseguir los encubiertos; <strong>el</strong> que parecía<br />

ser <strong>el</strong> jefe <strong>de</strong> <strong>el</strong>los <strong>de</strong>senvainó una espada, a cuya señal<br />

se acercaron los <strong>de</strong>más con sendos puñales a las aterradas<br />

damas, todo sin proferir una palabra.<br />

—¡Don <strong>Enrique</strong>! —exclamó la <strong>de</strong> Albornoz arrojándose a<br />

sus pies y estrechando sus rodillas; al paso que éste, con <strong>el</strong><br />

acero fuera ya <strong>de</strong> la vaina, parecía protegerla <strong>de</strong> todo extraño<br />

acometimiento.<br />

—Traición, señora —gritó <strong>El</strong>vira—; traición; ¡nos han<br />

vendido! —y quiso arrojarse hacia la puerta para <strong>de</strong>mandar<br />

socorro. No se lo consintieron dos <strong>de</strong> los fantasmas, que<br />

arrojándose a su paso, la sujetaron fuertemente y pusieron<br />

término a sus alaridos cubriendo su boca con un fino cendal<br />

y procediendo en seguida a sujetarla a una <strong>de</strong> las columnas<br />

<strong>de</strong> la cámara. Don <strong>Enrique</strong>, entretanto, gritaba y mal<strong>de</strong>cía.<br />

—¡Por Santiago! he olvidado mi silbato <strong>de</strong> plata en mi<br />

cámara y ningún criado me oirá aunque los llame. Pero venid<br />

—añadía al jefe <strong>de</strong> los invasores—; llegad y arrancadme la<br />

vida antes que <strong>el</strong> honor.

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