LA HERMANDAD DE LA BUENA SUERTE - Wikiblues.net
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Resbalé por una superficie inclinada y pulida dos o tres metros, luego caí<br />
libremente metro y medio más. Aterricé en un suelo que me pareció pedregoso, lleno<br />
de cantos y guijarros. Los aparté a patadas para aposentarme bien en la superficie<br />
plana. Después encendí la linterna. El claro y estrecho trazo de su lápiz luminoso me<br />
reveló que las supuestas piedras eran en realidad pedazos de carbón, algunos casi<br />
minúsculos y otros del tamaño y hasta la forma de la cabeza de un niño recién<br />
nacido. Provenían de los sacos que se amontonaban a derecha e izquierda de una<br />
especie de estrechísimo sendero que pe<strong>net</strong>raba hacia dentro y más adentro. La tela<br />
de algunos de los envoltorios estaba reventada y vomitaban su contenido de<br />
antracita a mis pies, por todas partes. Las pilas de sacos eran altas y formaban un<br />
auténtico desfiladero, por el que avancé con mucho cuidado; no me hacía ninguna<br />
gracia imaginar que podían desmoronárseme encima. Al echar a andar oí un seco<br />
chasquido metálico a mi espalda. Por lo visto la trampilla se había cerrado, aunque<br />
la simple fuerza de la gravedad debería haberla mantenido abierta...<br />
No me era fácil respirar, porque el polvillo de carbón llenaba el aire de una<br />
gasa impalpable que atenazaba la nariz y la garganta. Además estaban los olores,<br />
una peste húmeda y vegetal, aroma de agobio. Y también otro más dulzón, como a<br />
carne podrida y orina y excrementos... la característica olfativa de la jaula de los<br />
grandes carnívoros en los zoológicos. Me dije: «Debe de ser tu imaginación.» Pero no<br />
por esa admonición dejé de imaginarme lo que me imaginaba. Seguí internándome<br />
con cautela, sorteando sacos y tropezando con esquistos de carbón. El rayito de luz<br />
de la linterna no revelaba ninguna novedad en mi angosto paisaje. Ahora echaba de<br />
menos la compañía del Doctor, sus ácidas glosas positivistas y desmitificadoras que<br />
solían irritarme pero que en estas circunstancias tanto me hubieran aliviado. Tipo<br />
gruñón y sin embargo fiable, el Doctor, un escéptico que ponía en cuarentena casi<br />
todo pero nunca retrocedía cuando había que enfrentarse a la evidencia. En fin,<br />
ahora estaba yo solo. Y esto no era un sueño, ¿verdad? No, no lo era. Tampoco<br />
soñaba -aunque respondía al habitual esquema de mis sueños, que siempre<br />
transcurrían agravándose- una especie de gimoteo, sollozo o mero sorbido suspirante<br />
de mocos que escuché delante de mí y algo a la izquierda. En ese punto el muro de<br />
sacos se detenía y permitía un ensanchamiento, una especie de plazoleta<br />
semicircular junto a la pared de cemento. Allí había algo, es decir alguien,<br />
acurrucado y aun así voluminoso, encogido y doliente, profiriendo gañidos como de<br />
bestezuela o niño pequeño. El olor fétido a estiércol, amoníaco y putrefacción era<br />
más fuerte que nunca.<br />
Me acerqué despacio, sin que el sentimiento de irrealidad onírica se<br />
desvaneciera del todo. El rayo de luz de la linterna era tan fino que sólo le<br />
vislumbraba a pequeños retazos, pero me pareció que vestía una especie de mono<br />
verdoso, desgastado, y se mantenía acuclillado, con la cabeza escondida entre los<br />
brazos. De pronto, como para taparse aún más, hizo un movimiento con el hombro y<br />
apareció su mano, palidísima, lívida y medio escamosa, sobre la que resaltaban las<br />
uñas negras. No, aquélla no podía ser la mano de Pat Kinane. Ni tampoco el bulto<br />
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