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LA HERMANDAD DE LA BUENA SUERTE - Wikiblues.net

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Una vez dentro, mientras todos se concentraban en el drama de la carrera -<br />

unos como protagonistas y otros como espectadores-, tuvo ocasión de actuar a sus<br />

anchas: las febles taquillas apenas puede decirse que constituyeran un reto para él.<br />

Los beneficios logrados fueron bastante menores de lo esperado, seamos sinceros,<br />

pero la satisfacción moral obtenida no resultó pequeña. Quizá lo más sustancioso del<br />

botín le vino precisamente de las posesiones (que cambiaron inmediatamente de<br />

dueño) del tal Kinane. Dinero en efectivo, una estilográfica anticuada y valiosa -él<br />

sabía dónde vender con el mejor provecho ese tipo de mercancías- y hasta un<br />

amuleto de oro en forma de serpiente que se mordía la cola. Incluso un teléfono<br />

móvil de última generación que tenía entre sus prestaciones la de servir como un<br />

minúsculo ordenador y que el Pinzas prefirió también vender antes de afrontar el<br />

reto de aprender a utilizarlo. Por tanto ese apellido, Kinane, Kinane... sonaba para<br />

los oídos del Pinzas como una grata balada irlandesa.<br />

Andando o mejor trotando con premura, el Pinzas se dirigió al bar principal.<br />

Tenía que darse prisa si no quería perder la tarde por completo. A esas alturas de la<br />

jornada, como bien había supuesto, el local estaba ya agobiante y hasta<br />

pavorosamente concurrido. Para qué engañarse, aproximadamente un buen treinta<br />

por ciento del público no venía propiamente al hipódromo, sino, para ser precisos, al<br />

bar del hipódromo. En líneas generales, su idea de pasar jubilosamente la tarde<br />

hípica no incluía por obligación cobrar un buen dividendo en alguna carrera ni ver<br />

una monta extraordinaria, pero implicaba sin rodeos cogerse una buena cogorza.<br />

Hombre de mentalidad escépticamente abierta, tolerante siempre e incluso<br />

ocasionalmente volteriana, el Pinzas no tenía nada que objetar a este proyecto<br />

festivo. Si acaso, le extrañaba que para emborracharse tanta gente necesitara<br />

desplazarse hasta un hipódromo, dado que el sin duda gratificante paraíso etílico es<br />

de los mas portátiles y de más fácil acceso doméstico que hay. Pero la sencilla verdad<br />

es que todos los seres humanos estamos un poco chalados y hasta no estarlo es una<br />

forma especial de chaladura también (el dictamen es de Pascal, pero el Pinzas -que<br />

no tenía el gusto ni el disgusto de conocer a Pascal- había vuelto a descubrirlo por su<br />

cuenta, sin vanagloriarse de ello). Filosofías aparte, la embriaguez tiene efectos<br />

mejores o peores según las personas, aunque es una constante que disminuye la<br />

desconfianza instintiva propia de cada ser humano hacia su prójimo y la capacidad<br />

de salvaguardar los propios bienes. De modo que el Pinzas la tenía por una aliada<br />

fiel cuando afectaba a los demás y un peligro atroz si la disfrutaba él. Desde luego en<br />

el hipódromo estaba a salvo de este último delicioso riesgo porque jamás bebía en su<br />

jornada laboral.<br />

En el bar no había humo, como solía ser asfixiantemente habitual hasta hace<br />

poco, porque como ya queda dicho estaba prohibido fumar. ¡También allí, donde<br />

fumar había sido la mitad del placer de beber! Lo cual tenía como principal efecto<br />

que los frustrados fumadores bebieran ración doble para olvidar que no fumaban.<br />

De tal modo que la ruidosa bruma de la embriaguez, audible pero no visible aunque<br />

casi palpable, saturaba el recinto, empequeñecido por el griterío de quienes ya no<br />

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