LA HERMANDAD DE LA BUENA SUERTE - Wikiblues.net
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Pero, ante la inmensidad absoluta y disolvente de la muerte, ¿qué importancia<br />
puede tener que un caballo gane o pierda una carrera? Precisamente si algo bueno<br />
debemos reconocerle a la cercanía de la muerte es que le dispensa a uno de<br />
preocuparse por esas minucias. Sin embargo, también es cierto que resulta más fácil<br />
renunciar a la vida que a nuestras verdaderas aficiones. Se cuenta de un monarca<br />
inglés que estaba moribundo el mismo día que su caballo disputaba el Derby. El<br />
potro venció y un edecán acudió junto al lecho del agonizante, que ya había cerrado<br />
los ojos y parecía en coma. De todas formas, el fiel servidor murmuró a fondo<br />
perdido la buena noticia al oído de su señor. Sin abrir los ojos, el rey suspiró: «Me<br />
siento sumamente complacido.» Fueron sus últimas palabras... A fin de cuentas,<br />
puesto que nos sabemos mortales desde que tenemos uso de razón (enseñarnos<br />
nuestra finitud es la primera función racional), no está claro por qué deberíamos<br />
alegrarnos o entristecernos más de las peripecias del mundo cinco años que cinco<br />
minutos antes de morir. Pero quizá la culpa de esta zozobra exagerada la tenga que<br />
íntimamente también nos sabemos y experimentamos inmortales, hasta que estamos<br />
muertos.<br />
¿Cuántos caballos había entrenado Wallace a lo largo de su vida? Sin duda<br />
muy cerca de los trescientos, calculando por lo bajo. Y como es lógico los había visto<br />
ganar o perder miles de veces. Algunos le habían decepcionado y otros le habían<br />
proporcionado inesperadas satisfacciones. En cualquier caso, casi nunca había<br />
llegado a sentir verdadero apego por ninguno de ellos. Permanecía escéptico aunque<br />
agradecido ante las victorias, lamentaba con fría objetividad las derrotas (¡lo peor era<br />
explicárselas al congestionado propietario!) y se centraba sencillamente en esperar la<br />
siguiente carrera. Y así fue siempre, hasta que apareció en su establo Espíritu Gentil.<br />
No se trataba sólo de que fuese un buen caballo, un gran caballo, el mejor sin duda<br />
que había entrenado jamás. Desde el primer día en que lo tuvo delante, antes de que<br />
hubiera participado en ninguna carrera, incluso antes de verlo galopar con torpeza<br />
casi pueril por primera vez, el animal le hizo sentir algo distinto y nuevo. «Me<br />
estremeció -se decía Wallace a sí mismo, un poco avergonzado de tan insólito<br />
énfasis-. Ese jodido bicho me hizo estremecer por dentro, me llegó al alma.» Era algo<br />
así como descubrir en un niño que juega en el parque con los demás una aura de<br />
majestad casi divina y comprobar luego, con la variable experiencia del tiempo<br />
revelador, que ese infante desciende irrefutablemente de reyes y merece una corona.<br />
Por eso los triunfos en la pista de Espíritu Gentil fueron para su entrenador mucho<br />
más que un éxito profesional: una especie de arrobo, la vocación de su vida<br />
legitimada. Y su inesperada derrota le hizo sufrir de un modo desmesurado,<br />
ridículo, impropio de alguien tan veterano como él.<br />
No es que el caballo fuese simpático en su trato diario, ni mucho menos. Todo<br />
lo contrario, era rebelde y traicionero hasta el salvajismo. Que se lo preguntasen si<br />
no al mozo de cuadra que el año pasado perdió el meñique de su mano derecha por<br />
un feroz mordisco mientras trataba de colocarle la brida. Cuando menos podía<br />
esperarse lanzaba coces y dentelladas, perseguía a sus cuidadores hasta<br />
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