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LA HERMANDAD DE LA BUENA SUERTE - Wikiblues.net

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Está vertiginosamente iluminada, como si fuera un quirófano o un estudio de<br />

televisión. Y llena de gente, sentada o recostada en los bancos, sobre las maletas e<br />

incluso en el suelo. El personal es de todo tipo: mujeres de apariencia campesina con<br />

niños pequeños, ejecutivos bien trajeados y con portafolios, militares, curas y hasta<br />

un zíngaro de enormes patillas grises que enlazan en el bigote y que se entretiene<br />

jugando con un monito uniformado con una minúscula casaca roja. Al fondo, tras<br />

una mampara de cristal esmerilado, adivino las sombras de los empleados que<br />

atienden -es de suponer que por riguroso orden- a los sucesivos clientes. Me abruma<br />

el desánimo. No sé cómo pedir turno y nadie parece entender mis preguntas:<br />

«¿Quién es el último? ¿Quién tiene la vez?» Se encogen de hombros, fruncen el ceño<br />

o responden en una lengua desconocida. Insisto una y otra vez, en vano. Ya ni caso<br />

me hacen. Sólo el monito, zalamero, se acerca con un cubilete en la mano y me tira<br />

del bajo de los pantalones, pidiendo unas monedas. Aumenta mi agobio pensar que<br />

si llego por fin ante el oficinista tampoco lograré hacerme entender por él ni<br />

probablemente comprenderé sus explicaciones. Hulle, Halle, Berwick, un billete de<br />

segunda clase, dónde debo cambiar de tren... todo ininteligible, absurdo. ¡Qué<br />

desamparo! Siento una opresión intolerable en el pecho. Con desconsuelo pero<br />

también con un principio de alivio, rompo a llorar.<br />

Me despiertan los sollozos, mientras doy boqueadas para recobrar la<br />

respiración. Tardo largos minutos en asumir que no debo resolver ningún embrollo<br />

ferroviario: por fin logro anular en mi alma sobresaltada el imposible viaje a<br />

Berwick. Con la punta de la sábana me seco los ojos y la cara. Creo que llorar me ha<br />

salvado a fin de cuentas del infarto o una perdición aún peor, como a Miguel<br />

Strogoff, otro viajero sin suerte. Mi permanente disponibilidad para el llanto no<br />

siempre ha de ser una maldición, por mucho que me haga frecuentemente quedar en<br />

ridículo. Es bueno llorar, es sano, aunque no esté de moda, sobre todo a mi edad. Los<br />

héroes griegos lloraban como si nada, sin menoscabo de su hombría y espada en<br />

mano, lo mismo que después algunos grandes santos: ¿no era San Agustín quien<br />

tenía lo que teológicamente se ha llamado «don de lágrimas»? Van den Borken no<br />

celebra el llanto, maldito racionalista, pero lo acepta como una forma de expulsar del<br />

cuerpo los malos humores melancólicos. Una especie de purga natural, como sudar,<br />

escupir o vomitar. No me ayuda, nunca me ayuda de veras: supongo que por eso me<br />

fascina. En fin, lo dijeron los clásicos y toda mi vida no ha sido más que una<br />

confirmación de este apotegma: sunt lacrima rerum. Tiene cierta triste gracia que hoy<br />

ya no haya una persona de cien (¡de mil, de diez mil!) capaz de traducir esa frase<br />

latina, aunque cada cual siga llorando más o menos en privado, solo o en compañía<br />

de otros, como si cometiese un crimen o revelase una enfermedad...<br />

Mis lágrimas, el Doctor desde luego no me las aguanta. Es el gran inquisidor<br />

de la mínima o más inicial de mis humedades oculares: no autoriza la gota que<br />

resbala, ni el suspiro que escapa del pecho dolorosamente cargado.<br />

«¡Basta! -me dice-. Ya está bien de mendigar compasión. Todos sufrimos, a ver<br />

si te enteras. Todos. Y algunos mucho más que tú. ¿Quieres mimos? ¿Con qué<br />

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