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LA HERMANDAD DE LA BUENA SUERTE - Wikiblues.net

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¿Estaré soñando también ahora? Por favor, no... He vuelto a Taxco, después<br />

de tantos años. Aquí fui entonces realmente feliz, durante una eternidad mucho más<br />

larga de lo habitual: un par de gigantescas y cautivadoras semanas. De cabo a rabo<br />

felices, sí, señor, al menos vistas en retrospectiva lontananza. Jon se mostraba atento,<br />

amable, buen compañero. Le había dado desde que aterrizamos en México la<br />

ventolera de complacerme y se entregaba a ella con el mismo entusiasmo que<br />

siempre ponía en sus caprichos. Admirado, arrobado, agradecido, no opuse la<br />

menor resistencia al insólito destino favorable. Incluso me permití la temeridad de<br />

abusar un poco a veces de la buena suerte y mostrarme tímida pero obstinadamente<br />

difícil en menudencias. Nada, el dios continuaba de cara y sonreía, obsequioso.<br />

Después, por la noche, mientras Jon roncaba y pedorreaba gloriosamente cerca, yo<br />

rememoraba con delicia y espanto en la oscuridad mis atrevimientos quisquillosos<br />

de la jornada: «¡Te la vas a cargar, verás como al final te la cargas!» Pero no me la<br />

cargué y las dos semanas eternas, fugacísimas, transcurrieron en la monotonía<br />

insaciable de la dicha. Constituyen ya en mi memoria una cápsula invulnerable de<br />

júbilo inmerecido que ningún tormento anterior ni posterior sabrá nunca derogar.<br />

Luego me la cargué, ça va sans dire, aunque sucedió convenientemente después del<br />

aterrizaje de regreso. Pero lo de antes, aquellos días de Cuernavaca y Taxco, no fue<br />

un sueño, no, señor, ni ahora tampoco debe de serlo.<br />

Recuerdo perfectamente esta calle, moderadamente en cuesta, con sus tres<br />

comercios consecutivos de chucherías en plata mexicana. Fue en el tercero, en el más<br />

próximo a la esquina (al final de la cuadra, como dicen aquí) donde compré para Jon<br />

y para mí dos anillos iguales, con la serpiente que se muerde la cola, Ouroboros, el<br />

infinito, Quetzalcóatl, yo qué sé: una de esas baratijas para celebrar el momento de<br />

alegría y que años después nos pondrán miserablemente tristes cuando las<br />

encontremos sin el brillo feliz de la hora perdida en el fondo de un cajón. Ahora, por<br />

lo visto, ya no venden anillos ni broches en esa platería, porque en el escaparate sólo<br />

veo tazas, tacitas y tazones, de todos los tamaños, pero siempre refulgentes y<br />

metálicas. Da igual, no pienso comprar nada, no tengo a quién ofrecerle regalos. Un<br />

poco más allá, en la esquina, sigue el mismo restaurante de entonces, de entrada<br />

estrecha y fondo largo, inacabable, agobiado de mesas en su mayoría vacías. En una<br />

de ellas tomamos entonces ni se sabe cuántos tequilas, acompañados por sus<br />

sangritas respectivas, yo bebía en aquellos tiempos, cuanto más bebía mejor me<br />

encontraba, pero antes o después lo estropeaba todo, por beber. O quizá la bebida no<br />

tuviese la culpa. Luego, entonces, antaño, ya bien colocados, tomamos pechugas de<br />

pollo sumergidas en mole poblano, oscuro y denso, como esos animales<br />

prehistóricos atrapados en la ciénaga de brea cerca de Los Ángeles. Nos gustaron<br />

muchísimo, acabamos con churretes de mole por la barbilla y la camisa, con los<br />

labios pringados: así nos besamos. Más tarde, por fin en el hotel, tuve que vomitar,<br />

supongo que tanto tequila no se lleva bien con el mole. Pero yo seguía contento,<br />

como unas pascuas, como no he vuelto a estar.<br />

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