11 DIGAMOS QUE SABE LO QUE QUIERE El día que yo me muera, como me venga uno con resurrecciones y demás, ¡le parto la cara! A. SCHMIDT, El brezal de Brand 104
-Por favor, déjame hablar a mí. Y no discutas con nadie ni hagas ninguna cosa rara. No tienes que hacer nada, sólo fotografías y callar. Si me estropeas lo de hoy, te mato. Susana Lust agitó con una cabezada rebelde las blandas y bien cuidadas serpientes de su cabellera caoba, como una Gorgona asidua al hair-dressing pero no por ello menos fiera. Abdulá asintió parapetado tras su sonrisa obsequiosa, convenientemente mansa, resignada, incluso sumisa. Por dentro, sentía la exaltación feroz del guerrero que va a entrar en batalla, pero artísticamente combinada con la satisfacción profesional del actor que ha conseguido una caracterización convincente. Ulises disfrazado de mendigo regresando vengador a su palacio de Itaca. ¡Pécora! -pensó el sonriente y sumiso Abdulá-. ¡Mala pécora lasciva y dominante, hija de Belial! No, tú no vas a matarme, ni a mí ni a nadie. Estás hecha para pudrir la vida y la rectitud de las almas, no para ejecutar la pureza del exterminio ni aun menos para aceptar el martirio. Soy yo, yo, quien va a matar. Hoy mataré y probablemente seré muerto, porque viajo cabalgando un cometa cuyo fulgor conozco, un esplendor liberador y letal que ni siquiera puedes sospechar. Hoy es mi día. Mira con qué diligencia te obedezco y te sonrío, hasta que llegue la hora... -Soy Susana Lust, del Aviso de la Mañana -aseguró cortésmente imperiosa la periodista al encargado que comprobaba las acreditaciones en la puerta del Members Enclosure del hipódromo-. Tengo una cita para entrevistar al señor Basilikos. Éste es el fotógrafo. -Hizo un gesto hacia Abdulá, como si estuviese a punto de añadir: «Lo siento, a mí tampoco me gusta pero yo no lo he elegido.» El empleado comprobó los datos en su lista y autorizó la entrada. En el interior del exclusivo recinto se respiraba un aire inequívocamente patricio: el montante mínimo de juego admitido en las taquillas de apuestas era diez veces más elevado que el corriente, y en los bares, en donde abundaban las pamelas multicolores y los sombreros de copa gris perla, se bebía preferentemente champán. Un ascensor llevó a los reporteros hasta el nivel superior, donde se encontraban los palcos verdaderamente reservados: allí todo el mundo vestía de etiqueta, el uniforme de los camareros y los próceres. Cargado de cámaras, con sus vaqueros gastados y su zamarra sin mangas llena de bolsillos para lentes y objetivos, Abdulá ponía la nota de proletario moderno. En cambio, la espléndida silueta y los andares decididos de Susana resultaban sin duda más envidiablemente aristocráticos que el marchito garbo envuelto en tules y tachonado de joyas que lucían las señoras con quienes se cruzaron. Abdulá miraba a su alrededor con mueca turbia, displicente y furtiva: ni detector de metales ni registro de bolsos, perfecto. Todo iba resultando aún más fácil de lo que había supuesto. En la suprema altura, Alguien ante cuyo poder palidecen los poderes de este mundo velaba porque llevara a cabo sin obstáculos su sagrada misión. Ante la puerta del palco número 5, propiedad del Sultán, montaban guardia tres cancerberos cuyas hechuras de halterófilos se adivinaban sin esfuerzo bajo el 105
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Madrid, 3 de mayo de 2008. Henrythe