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LA HERMANDAD DE LA BUENA SUERTE - Wikiblues.net

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para qué engañarse. El período de bonanza normal oscilaba entre noventa y ciento<br />

diez. Después, el manido fastidio del calabozo, la inane charla con el juez, el breve<br />

paso por algún establecimiento público cuyo funcionamiento conocía desde luego<br />

mejor que sus administradores. ¿Merecía la pena ese trasiego? El Pinzas suspiró<br />

(aunque sólo mentalmente, porque mientras tanto se desplazaba con diligencia<br />

desde las taquillas de apuestas hacia el paddock, así que no era cosa de derrochar<br />

aliento) y se dijo que la pregunta adecuada no era ésa, sino más bien esta otra:<br />

¿tengo alguna otra alternativa fiable, rentable y alcanzable, aquí, ahora y a mi edad?<br />

Como tantísimos otros antes que él -profesores de metafísica, banqueros, políticos,<br />

grandes generales, esposos y esposas sin alivio, vendedores de electrodomésticos, el<br />

mismísimo Héctor dubitativo antes de enfrentarse a su asesino Aquiles-, la respuesta<br />

que se volvió a dar el Pinzas fue la misma de siempre, la previsible, la irremediable,<br />

la que a fin de cuentas mejor nos arropa: no.<br />

En torno al paddock, por cuyo circuito discurrían ya ensillados algunos de los<br />

participantes de la próxima carrera a fin de someterse al escrutinio de los<br />

aficionados, se concentraba un moderado grupo de expertos y simples curiosos. La<br />

mayoría de ellos -pensó el Pinzas, que seguía de talante amargo pese a su reciente<br />

éxito- no eran capaces de distinguir un caballo inválido de un campeón ni aunque<br />

llevara muletas. Asistían al carrusel equino con cabeceos de entendidos pero en el<br />

fondo por mera rutina, a la espera de algún soplo llegado «de la boca misma del<br />

caballo» (como suele decirse) que los sacara de su ignorancia y les permitiera<br />

después alardear de dotes adivinatorias. Pero el carterista no estaba allí para<br />

descubrir al ganador sorpresa de la prueba, sino para efectuar otro sustancioso<br />

ejercicio de pericia en algún bolsillo descuidado. Y desde tal perspectiva, el<br />

panorama no resultaba demasiado prometedor: la gente era numerosa pero no<br />

estaba apretujada, de modo que cualquiera podía intercalarse entre los mirones sin<br />

dar codazos aparentemente justificados ni fingir empujones circunstanciales que<br />

permitiesen el culpable milagro de la sustracción. Con otro suspiro moral de los<br />

suyos, el Pinzas añoró la cerveza despreocupada paladeada a sorbitos en el rincón de<br />

un pub lleno de humo, en compañía de buenos amigos. Se regodeó en la imagen<br />

nítida de su sueño nostálgico, dolorosamente clara y seductora. Imposible, sin<br />

embargo: porque ya no dejaban fumar en los pubs, maldita sea; y además él no tenía<br />

verdaderamente amigos.<br />

Algunos conocidos, todo lo más. Por ejemplo, el tipo atildado que estaba<br />

prácticamente al lado suyo. Sabía que le llamaban el Profesor y que era un auténtico<br />

entusiasta de las carreras. Por lo general, los hípicos arrebatados -esos que aúllan<br />

durante toda la recta final tratando de propulsar con ultrasonidos a su favorito y<br />

luego se arrancan el pelo desesperados maldiciendo «¡Por una cabeza!» o agitan<br />

felices su boleto ganador ante las narices de todos los circundantes- solían ser los<br />

mejores «pacientes» del Pinzas porque llevados por el arrobo del momento es fácil<br />

que presten menos atención de la debida a sus carteras. Precisamente por eso, en una<br />

memorable tarde hace menos de un año, el Pinzas se arrimó con disimulo<br />

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