LA HERMANDAD DE LA BUENA SUERTE - Wikiblues.net
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tenía tamaño de jockey; aunque estuviese replegado sobre sí mismo, se notaba que<br />
era mucho más grande y más pesado. Empecé a hablar en voz baja con tono afable,<br />
tranquilizador (aunque me era difícil tranquilizar a nadie, con lo poco tranquilo que<br />
estaba yo) y sólo se me ocurrieron las antiguas palabras con las que uno se acerca a<br />
los caníbales y a los marcianos... o a la criatura de Frankenstein: «Amigo... tranquilo,<br />
soy un amigo... soy amigo.»<br />
No sé si mi voz le tranquilizó o contribuyó a irritarle, pero lo cierto es que<br />
levantó de pronto la cabeza y pude verle un instante la cara. Mal asunto, pésima<br />
efigie. Costras blanquecinas sobre una superficie descolorida, una boca<br />
desproporcionada en la que rechinaban fichas de dominó amarillentas y moteadas<br />
de negro, pero no totalmente rectangulares sino acabadas en punta. No había nariz,<br />
sólo rendijas mucosas, aunque lo peor de todo era el ojo. En efecto, si no me<br />
equivoco -y puedo equivocarme, sólo miré un segundo- no tenía más que un ojo,<br />
ancho, rojizo, lloroso, infernal. Retrocedí un paso, lanzando una exclamación<br />
ahogada. Se levantó entonces de un salto, lanzando un bramido que poco tenía que<br />
ver con sus arrumacos anteriores. Y era grande, joder, grandísimo, mucho más alto<br />
que yo. Estiró unos brazos como vigas acabadas en garfios para atraparme y le faltó<br />
poco, muy poco. Pero me di la vuelta y eché a correr por donde había venido,<br />
tropezando, resbalando sobre trozos de carbón, sin ver dónde pisaba ni casi adónde<br />
iba. El foco angustiado de la linterna apuntaba arriba, abajo y a los lados,<br />
enloquecido, inútil. Tras de mí resonaba un severo pataleo persecutorio, agravado<br />
por gruñidos y feroces rebuznos de la peor índole. No era el momento para intentar<br />
un diálogo sensato que pusiera en común nuestros intereses y creo que hasta Gandhi<br />
me hubiera recomendado seguir huyendo sin mirar atrás.<br />
Mientras corría, derribaba sacos al paso con la esperanza de que<br />
obstaculizasen el avance de mi perseguidor. Pero lo tenía cerca, cada vez más cerca;<br />
en esos casos el olfato no engaña. Sentir sus garras en mi garganta era sencillamente<br />
cosa de segundos. Sólo había un detalle esperanzador, un ruidito metálico pero<br />
claramente perceptible entre bramidos y jadeos. El roce de una cadena arrastrada<br />
por el suelo. «¡Está encadenado!», me dije: si yo lograba ir más allá de la longitud de<br />
la cadena sin que me alcanzase, podría salvarme. Pero la cadena debía de ser<br />
sumamente larga, porque no dejaba de sentirle detrás de mí. ¿Y si la había roto, en<br />
su afán por atraparme? Una cadena rota suena igual que una fija en la pared, al<br />
menos hasta que ésta se tensa del todo. Por fin llegué a la rampa que subía hacia la<br />
trampilla por la que me había introducido. Trepé rumbo a la salida, querida salida, o<br />
al menos lo intenté, resbalando, con las manos engarfiadas arañando hasta hacerme<br />
sangre en la superficie lisa, sin asideros. A cada momento esperaba sentir algo que<br />
haría presa en mis piernas expuestas, ofrecidas al enemigo posterior. Pero no llegó,<br />
seguía detrás aunque ya sin avanzar, rugiendo y luchando con la cadena que le<br />
frenaba... ¡bendita sea! La trampilla estaba cerrada, encajada sólidamente, pero ni<br />
por un momento dudé de que en esta ocasión yo iba a ser capaz de abrirla. La golpeé<br />
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