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LA HERMANDAD DE LA BUENA SUERTE - Wikiblues.net

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El tren estaba a punto de partir y un empleado de la estación me daba las<br />

últimas instrucciones para llegar a Berwick. Me hablaba en alemán, yo no sé alemán,<br />

era milagroso que le entendiera a ratos. Debía continuar hasta Halle (¿o Hull? ¿o<br />

Hule?), bajar en esa estación y tomar allí el expreso a Berwick. Era preciso seguir a<br />

todo trance hasta Halle (¿Halle? ¿Hule?) porque si perdía esa conexión no<br />

encontraría otra, no habría más remedio que volver atrás, empezar de nuevo. Intenté<br />

que me escribiera el nombre de la estación crucial en un trozo de papel, pero yo no<br />

tenía bolígrafo y él tampoco. Me prometió ir a buscarlo, se fue, no volvía. Y el tren<br />

estaba arrancando ya. Subí sin más equipaje que mi zozobra, sonó el silbato y el<br />

convoy se puso en marcha. Traca-taca, traca-taca...<br />

No recuerdo por qué voy a Berwick. Nunca he estado allí, no sé cómo es<br />

Berwick. ¿Existe Berwick? Supongo que sí, creo recordar que hubo o quizá hay<br />

todavía tal cosa como un duque epónimo de dicho lugar. ¿O era un nombre<br />

parecido? En cualquier caso, desde luego mi viaje nada tiene que ver con el duque.<br />

¿Por qué deberé yo ir a Berwick? Sólo sé que es urgente mi viaje, imprescindible,<br />

inexcusable. El resto me da igual. Hasta el viaje en sí mismo me da igual, una vez<br />

que tengo asumido el destino que debo alcanzar. El paisaje que veo desde la<br />

ventanilla del vagón es monótono y gris, monótono y gris. Las edificaciones -bajas,<br />

cuadradas, como búnkers- alternan con árboles desmochados y caducos, casi tímidos<br />

en su desnudo patetismo. Así kilómetro tras kilómetro, aunque no debemos de<br />

haber recorrido muchos porque el tren va bastante despacio, incluso se diría que<br />

nunca arranca decididamente del todo o no se decide a acelerar, como si después de<br />

haber finalmente arrancado fuese a parar en cualquier momento. Pero ahora<br />

frenamos sin lugar a dudas, probablemente estamos llegando a una estación.<br />

El nombre de la estación es ilegible, impronunciable, borroso: un jeroglífico<br />

más que un rótulo. Me esfuerzo por descifrarlo con impaciencia, con ansiedad<br />

también, aunque estoy seguro -¡naturalmente!- de que aún no puede ser Halle, Hulle<br />

o Hule. Sube al tren una señora, en fin, señora es mucho decir, una mujer mayor,<br />

desgarbada, chillonamente emperifollada pero que no me da impresión de ser de<br />

clase alta sino más bien modesta, muy modesta: una mendiga quizá, una vagabunda.<br />

Arrastra una gigantesca maleta con ruedas (las ruedas también son muy grandes,<br />

casi de carretilla) y dos sombrereras de las que escapan ruidos metálicos, como si<br />

estuvieran llenas de cacerolas. Con una voz desabrida y grave, casi de barítono -<br />

hasta el punto que pienso de pronto que podría ser un travesti-, reclama mi ayuda<br />

para transportar sus pertenencias. De forma imperiosa, impertinente, impúdica pero<br />

a la que soy incapaz de negarme. Cargo con sus dos sombrereras, clang, clang, quizá<br />

lleve una armadura repartida entre ellas, en la una el yelmo y el peto, en la otra las<br />

manoplas y las calzas acorazadas, luego desfilamos por el estrecho pasillo del vagón<br />

en busca de acomodo. Precedo a mi esclavizadora y voy abriendo la puerta<br />

corredera de cada departamento, pero todos están llenos, atiborrados de gente, de<br />

niños, de militares despechugados y con cara de borracho. Pasamos por uno<br />

ocupado en su totalidad por árabes, envueltos en túnicas y velos, que nos lanzan a<br />

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