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LA HERMANDAD DE LA BUENA SUERTE - Wikiblues.net

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ahora se exhibían un poco vergonzantemente pero todavía ufanas en pequeños<br />

altares laterales. Por lo demás, todo el personal de servicio (desde las camareras en<br />

microfalda, descocadas aunque algo pasaditas de años y de kilos, hasta los<br />

crupieres) llevaba uniformes con alusiones al deporte de los reyes.<br />

En tres grandes mesas redondas, cubiertas de fichas multicolores y de<br />

ceniceros en forma de herradura, tenían lugar animadas partidas de naipes. Los<br />

jugadores hacían frecuentes comentarios en voz alta pero siempre risueña, sin<br />

ninguna brusquedad en el tono. De vez en cuando se oían bromas y carcajadas más o<br />

menos estrepitosas, hasta hubo aplausos irónicos para un afortunado que arrastró<br />

hacia sí un buen montón de fichas del centro de la mesa. A uno de los costados<br />

estaba la ruleta, especialmente concurrida por apostantes y mirones, de la que<br />

llegaban con regularidad las voces tradicionales: «Hagan juego... hagan juego... ya<br />

no va más.» También allí el clima era más bien familiar, nada tenso ni dramático,<br />

aunque con el justo punto de emoción ocasional que realza el sabor adictivo de ese<br />

tipo de locales. En el centro de la sala estaba, sin embargo, la principal atracción de la<br />

casa: una especie de carrusel donde giraban en perpetua e inútil persecución mutua<br />

una hilera de caballitos metálicos. Cada uno de ellos medía no menos de treinta<br />

centímetros y estaban realizados con auténtico primor artesano, diferentes en la<br />

posición de galope, en la actitud de los ji<strong>net</strong>es y en los colores de sus chaquetillas<br />

pintadas evidentemente a mano. La carrera circular tenía lugar de cinco en cinco<br />

minutos, que los clientes aprovechaban para hacer sus apuestas. Después sonaba un<br />

alegre carillón y comenzaba la rueda, de medio minuto de duración, muy rápida al<br />

principio y que se iba parando poco a poco: el ganador, naturalmente, era el caballo<br />

que quedaba más próximo al poste de la meta, coronado por una lucecita roja.<br />

Alrededor de ese hipódromo giratorio había varias parejas jóvenes, que animaban a<br />

sus favoritos con gritos y gestos o se besaban para celebrar una victoria. Quizá no<br />

fuese el juego que convocaba a mayor número de parroquianos, pero sin duda era el<br />

más bonito y servía a modo de emblema del local.<br />

Los cuatro recién llegados deambularon un poco de aquí para allá,<br />

inspeccionando con atención manifiesta los espacios de juego y de manera más<br />

subrepticia al personal que intervenía en cada uno de ellos. Luego se fueron<br />

dispersando. El Profesor optó de inmediato por situarse junto a los caballitos,<br />

viéndolos girar y soñando con lo estupendo que sería instalar algo parecido en su<br />

cuarto de estar. «Si yo tuviese algo así, ya no saldría de casa», se decía, con arrobo.<br />

En cambio, el Comandante fue atraído sin resistencia ninguna por la ruleta y a los<br />

cinco minutos ya estaba en posesión de un puñado de fichas y apostaba con<br />

entusiasmo, sin dejar de silbar entre dientes «Cita en Las Vegas». En cuanto al<br />

Príncipe y al Doctor, tras un breve recorrido se quedaron detenidos junto a la mesa<br />

de póquer. Allí llevaba la banca y desde luego la voz cantante una señora enteca y<br />

hierática, estrictamente revestida con el luto profesional de las viudas más<br />

integristas que solamente aliviaba la doble vuelta de un soberbio collar de perlas.<br />

Mezclaba, cortaba y repartía los naipes con una infalible precisión que habrían<br />

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