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LA HERMANDAD DE LA BUENA SUERTE - Wikiblues.net

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podían articular la palabra humana con precisión pero aún eran capaces de berrear<br />

con denuedo. Cuando entró el Pinzas, el estruendo orgiástico le rodeó como una<br />

especie de apremiante compromiso colectivo que afeara su sobriedad. La barra,<br />

donde se afanaban un par de matronas serviciales, estaba amurallada por un cerco<br />

de suplicantes que intentaban hacer oír sus pedidos de euforia bebible por encima de<br />

la barahúnda montada por sus rivales en idéntico empeño. Los televisores del local -<br />

inaudibles, claro está, por las razones antedichas- informaban gráficamente de las<br />

cotizaciones de las apuestas y de los preparativos de la carrera, pero allí el interés<br />

general se centraba en otra liquidez menos mo<strong>net</strong>aria.<br />

En el rincón de la derecha, en torno a una mesa inverosímilmente llena de<br />

jarras, vasos y botellas de todos los formatos, habían plantado sus reales un nutrido<br />

grupo de bacantes. La mayoría eran de mediana edad, aunque un par de ellas<br />

pertenecían al agradable gremio de las adolescentes prematuramente desarrolladas.<br />

Se sentaban en las sillas en torno de la mesa, en las rodillas de las que ocupaban las<br />

sillas y algunas estaban despatarradas en el suelo, resbalando en ángulo bastante<br />

obtuso con la espalda apoyada en la pared. Se uniformaban con la misma moda<br />

(vestidos chillones, ceñidísimos, mostrando la mayor cantidad posible de carne<br />

blanquecina y moteada, zapatos con tacones de aguja que pocas calzaban aún y<br />

rodaban punta arriba por el suelo en torno suyo, en conjunto bastante apetecibles<br />

contra toda estética como sólo pueden serlo el ansia y el descaro) y exhibían todos<br />

los grados de la borrachera, desde la euforia de carcajadas gritonas o gritos<br />

carcajeantes hasta la semiconsciencia de las que yacían privadas de la palabra y la<br />

posición erguida pero sin embargo mantenían una copa valientemente alzada en<br />

espera de verla de nuevo llena, mientras rumiaban indescifrables obscenidades en el<br />

secreto de sus úteros. El Pinzas las consideró, valoró y descartó laboralmente con su<br />

mirada experta. Luego, mientras progresaba hacia la barra con paso furtivo y los ojos<br />

aparentemente fijos en el televisor, casi fue atropellado por una de ellas -de las más<br />

altas y voluminosas- que marchaba en la misma dirección con orondo bamboleo<br />

coloidal, encargada por las demás de la misión casi imposible de conseguir un<br />

último trago. La miró de reojo con cierta desaprobación porque, pese a su probada<br />

anchura de criterio moral, el Pinzas era más bien pudoroso y casi ascético en sus<br />

relaciones con el sexo enemigo.<br />

Bien, ahí estaba la barra, festoneada de ávidos y atontados borrachos, por lo<br />

que ahí tenían necesariamente que estar las presas. En la vida nada hay seguro sino<br />

para quienes están vitalmente seguros de algo: el Pinzas ya no dudaba de que por fin<br />

obtendría en el bar ese beneficio buscado y necesario que hasta el momento le volvía<br />

la espalda. Sin embargo, hay que añadir un codicilo al apotegma anterior: en la vida<br />

nada hay seguro sino para quienes están seguros de algo, pero a veces tampoco para<br />

ellos -los únicos que lo merecen- será seguro lo seguro. «Mala tarde, mala tarde»,<br />

gruñó para sí el Pinzas, desde luego sin mover los labios. Porque entre los que<br />

repartían codazos voluntariosamente para conseguir un trago estaba ni más ni<br />

menos que el obeso apostante cuya cartera figuraba solitaria como único trofeo de la<br />

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