LA HERMANDAD DE LA BUENA SUERTE - Wikiblues.net
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-¿Vamos a cruzar Ciénaga Negra a estas horas?<br />
-Hombre, tú dirás. A no ser que quieras que esperemos en el arcén hasta que<br />
amanezca...<br />
No me pareció una idea tan disparatada, pero me callé. Ciénaga Negra era un<br />
poblado de chabolas y tugurios que había crecido a lo largo de los años al margen de<br />
la zona urbana, a despecho de cualquier regulación municipal y sin las mínimas<br />
infraestructuras de agua corriente o electricidad. Allí se hacinaba gente llegada de<br />
todas partes o, por decirlo con mayor precisión, huida de cualquier sitio. Era la tierra<br />
prometida del tráfico de drogas, de la venta de armas, de la prostitución infantil y<br />
del resto de los demás negocios de parecida ralea. La mayor parte de los delitos de<br />
sangre tenían lugar dentro de sus confines, pero quedaban impunes e incluso<br />
ignorados porque la policía rara vez se atrevía a asomarse por la Ciénaga, salvo en<br />
ocasionales redadas con fuertes contingentes armados y a plena luz del día. De<br />
noche, nadie en su sano juicio se acercaba por allí. Los grandes camiones de<br />
transporte de mercancías, tras numerosos asaltos, evitaban el poblado y preferían<br />
dar un enorme rodeo hasta llegar a la carretera general para salir de la ciudad. En<br />
cambio nosotros nos precipitábamos alegremente a la Ciénaga Negra, en plena<br />
oscuridad y con el propósito de atravesarla de parte a parte. Incluso con<br />
acompañamiento musical, porque ahora el Comandante silbaba vigorosamente una<br />
melopea que tanto podía proceder de «Criaturas de la noche» como de «Sexo en Las<br />
Vegas». Si no recuerdo mal, un lema contestatario de finales de los años sesenta del<br />
siglo pasado decía: «Que paren el mundo, que quiero bajarme.» Yo hubiera querido<br />
exigir que parase el cuatro por cuatro, para poder bajarme y así tener una<br />
oportunidad de seguir en el mundo. Pero estaba como hechizado por el vértigo de<br />
una situación que empeoraba a cada momento sin remedio. Todo era un<br />
despropósito tal que empezaba casi a divertirme o por lo menos había sacudido de<br />
mí cualquier sombra de aburrimiento: como dijo John Donne, nadie bosteza en el<br />
carro que le lleva al patíbulo.<br />
El alumbrado urbano había desaparecido del todo, pero no faltaban aquí y<br />
allá luces ocasionales, incluso letreros de neón que anunciaban garitos de entrada<br />
gratuita y salida improbable. Debían de tener generadores de corriente o empalmes<br />
ilegales con los postes del tendido eléctrico. También abundaban las hogueras, en<br />
torno a las cuales se agitaba una horda irredenta de figuras enrojecidas y<br />
gesticulantes. «¿Serán los condenados -me pregunté- o los demonios que los<br />
atormentan?» Porque lo peor de todo era que esa caldera infernal estaba llena de<br />
gente: se los veía confusamente ir y venir, revolcarse en el suelo o correr agachados<br />
hacia quién sabe qué fechorías, mientras nos llegaban débilmente sus gritos, aullidos<br />
y hasta cánticos a través de las ventanillas herméticamente cerradas del vehículo. De<br />
vez en cuando, nuestros faros iluminaban de pasada escenas descoyuntadas e<br />
incomprensibles, pero siempre ominosas. Al menos, a mí me lo parecían.<br />
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