LA HERENCIA (Edición de Day9)

CAPÍTULO 22
Sobrevivientes
El polvo suspendido en el aire desciende lentamente, esparciéndose volátil por
entre las profundas grietas abiertas durante las múltiples convulsiones sísmicas que
la propiedad sufriera en el enfrentamiento.
Poco a poco, comienzan a perfilarse las siluetas de los caídos, al igual que las
de los que resistieron. Casi totalmente desdibujados e irreconocibles, yacen tal y
como el suceso les ha sorprendido.
Timothy Graham, de rodillas, se abraza dolorido al cuerpo degollado de su
único y perdido amor, Dorothy, quien extraviase su alma en los intersticios de ese
dogma siniestro, impulsándola a este fatal destino. Uno en el que ellos jamás
lograrían reunirse.
No mucho más lejos y absolutamente devastado, John McConroy cierra los
párpados sobre los verdes ojos de su hija Maggie. Nunca consiguió reponerse de las
maniobras que abreviaran su embarazo, precipitando el posterior alumbramiento.
Además de su mortal confrontación con la más oscura de las fuerzas.
Robert y Alice reunidos, por fin, en eterno abrazo, se contemplan mutuamente,
compenetrados, conscientes de que el tiempo no proseguiría para ellos. Sus cuerpos
ya lucen un gris pétreo, ascendiendo por los miembros y ensombreciéndoles el
rostro. Han perdurado a través del Rito y este, ha llegado a su final.
Aquellos que hubiesen sido eternizados por mágicas facultades heredadas,
todavía podrán subsistir. Más los homicidas, bebedores de líquido vital entre sus
descendientes, están condenados tras la aniquilación de su Amo y todos sus
propósitos.
Asombrosamente para todos, George Graham aparece boca arriba cerca de los
restos del gran sarcófago, con un pequeño puñal de brujos incrustado en el cuello.
Sobre su pecho, un hoyo profundo da cuenta de la ausencia de su corazón dentro
del torso. Alguien, de modo anónimo, lo había asesinado, desangrándolo y
extirpándole el músculo vital.
En tanto que todos recobraban la perspectiva visual sobre su entorno, les fue
imperioso acudir en busca de la respuesta a su más perentoria y atemorizante
incógnita, su miedo más latente: El desenlace final y concluyente de aquella
espectral contienda entre místicas y umbrías deidades.
El atavío humano de Arthur se halla tendido y hueco, cual mortaja
abandonada, con el pecho escindido y calcinados los bordes de la herida que Richard
le causara con su daga.