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LA HERENCIA (Edición de Day9)

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como para hacerle temblar <strong>de</strong> miedo Y su voz, inolvidable.<br />

Evi<strong>de</strong>nte, ante las circunstancias presentes, las cartas han sido echadas sobre<br />

el tapete y él posee una mala mano. Se está quedando sin opciones, así lo asume. Tal<br />

y como siempre, su ambición ha vuelto a con<strong>de</strong>narle. Si tan solo hubiese escuchado<br />

a mi madre. Muy lento, como quien enfrenta <strong>de</strong>rrotado su <strong>de</strong>stino, eleva sus ojos<br />

hacia el rostro <strong>de</strong> la mujer. Nada en ella pue<strong>de</strong> pertenecer a este mundo. Le recuerda<br />

la figura en la ventana. Vestida <strong>de</strong> negro, con la mirada incierta flotando en<br />

profundas y oscuras cuencas vacías <strong>de</strong> humanidad, sus manos <strong>de</strong>scarnadas<br />

entrelazan los <strong>de</strong>dos sobre la cintura <strong>de</strong>l faldón.<br />

―Levántate y ven conmigo —dice ella con su característica voz quebrada.<br />

Extendiendo entonces uno <strong>de</strong> sus brazos, ro<strong>de</strong>a el cuello <strong>de</strong> Richard con la<br />

mano, colocándolo enérgicamente <strong>de</strong> pie. No conforme con esto, lo levanta, hasta<br />

suspen<strong>de</strong>rlo a varios centímetros <strong>de</strong>l suelo.<br />

En ese crucial instante y <strong>de</strong> forma inesperada, una figura masculina se precipita<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong> el interior <strong>de</strong>l cuarto aquel y, empujando a la dama por la espalda, la arroja al<br />

piso, haciéndola caer sobre el joven. No obstante, antes <strong>de</strong> tocar el suelo, esta se<br />

<strong>de</strong>svanece en una negra fumarada que se escurre en dirección opuesta. Richard,<br />

sofocado y sin oxígeno, la sigue con la mirada y cree ver se introduce en la recámara<br />

principal.<br />

En tanto continúa vigilando hacia atrás, una mano se posa sobre su hombro,<br />

voltea a ver: se trata <strong>de</strong>l hombre con el cabello ensortijado y negro que divisara<br />

durante la tar<strong>de</strong> en el ventanal <strong>de</strong>l segundo piso. El sujeto, que ahora le ayuda a<br />

incorporarse, a Richard también le resulta familiar, aunque tampoco logra distinguir<br />

sus ojos. Estos, al igual que los <strong>de</strong> la mujer que acaba <strong>de</strong> atacarlo, se sumergen <strong>de</strong>ntro<br />

<strong>de</strong> umbrosas órbitas, resaltando la extrema pali<strong>de</strong>z <strong>de</strong> su rostro.<br />

―¿Te encuentras bien? ―murmura.<br />

Richard no sabe qué contestar, persiste alelado. Se esfuerza por entablar unas<br />

palabras con su salvador; pero este, reacio y escrutando nervioso hacia un lado y<br />

otro por sobre sus propios hombros, solo dice <strong>de</strong> modo imperativo:<br />

—Debes salir <strong>de</strong> aquí. ¡Pero hazlo ya! O jamás lo lograrás.<br />

En ese instante, una nueva silueta surgida <strong>de</strong> la nada se abalanza a la zaga <strong>de</strong>l<br />

extraño, quien huye, <strong>de</strong>sapareciendo a través <strong>de</strong> las pare<strong>de</strong>s con ella por <strong>de</strong>trás.<br />

De ésta última aparición, Richard reconoce el aroma que <strong>de</strong>spren<strong>de</strong> su roja y<br />

resplan<strong>de</strong>ciente cabellera. Es ella, sin duda alguna: la mujer que le susurró entre<br />

sueños sobre el escritorio, aquella bienvenida.

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