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MEDITAR SOBRE LA INMENSIDAD
Un monje es un hombre separado de todo y en armonía con
todo.
—EVAGRIO PONTICO
E
n 1879, el conservacionista y explorador John Muir hizo su primer viaje a
Alaska. Mientras exploraba los fiordos y paisajes rocosos de la ahora
famosa Bahía de los Glaciares (bautizada por él), Muir se sintió tocado por una
poderosa sensación. Siempre había estado enamorado de la naturaleza y allí, en
el clima único del verano en el lejano norte, en ese momento único, sintió como
si el mundo entero estuviera en sincronía, como si pudiera ver ante sus ojos el
ecosistema entero y el círculo de la vida. Su pulso empezó a acelerarse mientras
observaba el paisaje, como si él y su grupo se sintieran “acogidos e impulsados a
sentir simpatía por todo, al estar de regreso en el corazón de la naturaleza”, de la
que todos venimos. Por fortuna Muir registró en su diario la hermosa cohesión
del mundo que lo rodeaba, con palabras que pocos han superado desde entonces.
Sentimos la vida y el movimiento que nos rodea, y la belleza universal: las mareas que van y
vienen con una diligencia incansable, bañando las hermosas playas y meciendo las algas púrpura de las
amplias praderas del mar en las que se alimentan los peces; los ríos salvajes que corren uno tras otro,
blancos de cascadas, siempre abundantes y siempre cantarines, extendiendo sus brazos a través de
miles de montañas; los vastos bosques que se alimentan de los rayos del sol que se cuelan por el
follaje, cada célula en un torbellino de dicha; nubes blancas de insectos que agitan todo el aire, ovejas
y cabras salvajes en las crestas llenas de hierba sobre los bosques, osos en las marañas de bayas, el
visón y el castor y la nutria en el fondo de muchos ríos y lagos; indios y aventureros siguiendo sus
solitarios caminos; aves cuidando a sus pichones, por todas partes, por todas partes, belleza y vida, y
actividad feliz y dichosa.
Lo que Muir estaba experimentando en ese momento es lo que los estoicos
llamaron sympatheia, la conexión con el cosmos. El filósofo francés Pierre
Hadot la llama la “sensación oceánica”, un sentido de pertenencia a algo más
grande, un darse cuenta de que “las cosas humanas son un punto infinitesimal en
la inmensidad”. Esos son los momentos en que somos libres y nos sentimos
atraídos hacia las preguntas importantes: ¿quién soy? ¿Qué estoy haciendo?
¿Cuál es mi papel en el mundo?
Nada nos aleja tanto de esas preguntas como el éxito material, cuando
siempre estamos ocupados, angustiados, sobrecargados, distraídos, forzados a
reportarnos ante alguien, con responsabilidades a cuestas, lejos de todo lo que