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compañía de herramientas, volvió al campo de la defensa y entregó los contratos
a sus ejecutivos, quienes lentamente comenzaron a tener éxito, gracias a su
ausencia.
Parecería prudente detenernos aquí, para no exagerar el tema, pero eso
dejaría por fuera el inmenso fraude tributario de Hughes; los accidentes de avión
y automovilísticos con consecuencias fatales; los millones que gastó en
investigadores privados, abogados, contratos con jóvenes actrices a las que se
negaba a dejar actuar; propiedades en las que nunca vivió; el único hecho que lo
hizo comportarse de manera responsable fue la amenaza de la exposición ante el
público; la paranoia, el racismo y el maltrato; los matrimonios fallidos; la
adicción a las drogas, y docenas más de aventuras y negocios que llevó a la
ruina.
“El hecho de que hayamos convertido a Howard Hughes en un héroe —
escribió una vez la joven Joan Didion—, nos dice algo interesante sobre nosotros
mismos...”. Ella tiene toda la razón. Porque, a pesar de su reputación, Howard
Hughes fue, quizás, uno de los peores hombres de negocios del siglo XX. Por lo
general un mal empresario fracasa y sale del mundo de los negocios de
inmediato, lo cual dificulta ver qué fue lo que causó su fracaso. Pero gracias al
flujo constante de utilidades que producía la compañía de su padre, que a él le
parecía demasiado aburrida, Hughes pudo mantenerse a flote, lo cual nos
permitió ver, una y otra vez, el daño que produjo su ego en él como persona, en
la gente que lo rodeaba y en lo que quería lograr.
Hay una escena del lento descenso de Hughes al terreno de la locura que
merece ilustración. Sus biógrafos lo muestran sentado desnudo en su sillón
blanco favorito, sin bañarse, despeinado, trabajando las veinticuatro horas del
día para combatir abogados, investigaciones, inversionistas, todo para tratar de
salvar su imperio y también para ocultar sus terribles secretos. Un minuto
dictaba un absurdo memo de varias páginas sobre Kleenex, o sobre la
preparación de los alimentos, o sobre cómo los empleados no debían hablarle
directamente, y al minuto siguiente se daba la vuelta y diseñaba una estrategia
realmente brillante para ganarles a sus acreedores y a sus enemigos. Era como si,
observan los biógrafos, su mente y sus negocios estuvieran divididos en dos
partes. Sería como si, “IBM hubiera establecido de forma deliberada dos
compañías subsidiarias, una para producir computadoras y ganancias, y otra para
fabricar autos Edsels y pérdidas”. Si alguien estuviera buscando una metáfora de
carne y hueso de lo que puede hacer el ego y la destrucción que produce, sería
difícil encontrar algo mejor que esta imagen de un hombre que trabajaba
frenéticamente con una mano hacia una meta, mientras que con la otra trabajaba
igual de duro para destruirlo todo.