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gusta? El amor. Así es, el amor. Amor por el vecino que no quiere bajar el

volumen de la música. Por el padre que nos ha decepcionado. Por el burócrata

que perdió nuestros documentos. Por el grupo que nos rechaza. Por el crítico que

nos ataca. Por el exsocio que nos robó una idea. Por la bruja o el desgraciado que

nos traicionó. Amor.

Porque, como dicen, “el odio siempre te va a alcanzar”.

Muy bien, tal vez es demasiado pedir amor a cambio de lo que sea que los

demás le hayan hecho. Pero usted puede procurar, al menos, no darle

importancia. Puede intentar sacudir la cabeza y reírse del asunto.

De lo contrario, el mundo será testigo de otro ejemplo de un triste y eterno

patrón. La gente rica y poderosa suele terminar tan aislada y delirante que,

cuando sucede algo contrario a sus deseos, termina consumida por ese problema.

La misma fuerza que los hizo grandes, se vuelve de repente una gran debilidad.

Convierten un inconveniente menor en una amargura inmensa. Luego la herida

se encona, se infecta y, en algunos casos, puede llegar a matarlos.

Esto fue lo que impulsó a Nixon hacia adelante y luego, tristemente, hacia su

caída. Al reflexionar desde su exilio, Nixon reconoció después que la imagen de

él mismo como un luchador agresivo que batallaba contra un mundo hostil fue

su perdición. Luego se rodeó de otros “tipos duros”. A la gente se le olvida que

Nixon fue reelegido después de Watergate por una votación aplastante.

Sencillamente no podía evitarlo, él siguió peleando, persiguió a los reporteros y

atacó a todo el que sentía que lo había ofendido o había dudado de él. Eso fue lo

que siguió alimentando la historia y terminó por arruinarlo. Al igual que mucha

gente parecida, Nixon terminó haciéndose más daño él mismo que lo que

hubiera podido hacer cualquier otra persona. Y la raíz de todo fueron su odio y

su rabia; ni siquiera el hecho de convertirse en el líder más poderoso del mundo

libre pudo cambiar eso.

Pero las cosas no tienen que ser así. Hay una anécdota contada por Booker T.

Washington acerca de una ocasión en la que estaba viajando con el gran

Frederick Douglass, un antiguo esclavo que se había convertido en activista por

los derechos civiles. Cuando a Douglass le pidieron que se pasara al vagón del

equipaje debido a su raza, un simpatizante blanco se apresuró a disculparse por

esa ofensa tan horrible: “Señor Douglass, siento mucho que lo hayan humillado

de esa manera”, le dijo. Pero Douglass no aceptó su disculpa. No estaba

ofendido. No se sentía herido. En lugar de eso, contestó con vehemencia: “Ellos

no pueden humillar a Frederick Douglass. El alma que está dentro de mí no

puede ser degradada por ningún hombre. Yo no soy el que se está degradando

por cuenta de ese tratamiento, sino aquellos que me lo están infligiendo”.

Ciertamente se trata de una actitud muy difícil de mantener. Es más fácil

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