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Cuando alguien, incluyendo a sus superiores, cuestionaba estas cómodas

ficciones, él reaccionaba de manera airada, jactanciosa, egoísta y delirante. Por sí

mismo eso ya era insoportable, pero la actitud de McClellan tuvo otra

consecuencia: su personalidad le impidió hacer lo que tenía que hacer,

principalmente, ganar batallas.

Un historiador que peleó bajo órdenes de McClellan en Antietam, lo resumió

más tarde así: “Su egoísmo es sencillamente colosal, no hay otra palabra para

describirlo”. Tendemos a creer que el ego es igual a seguridad en uno mismo y

que esa es la razón por la cual debemos mantener el control. Pero, de hecho, el

ego puede tener el efecto contrario. En el caso de McClellan, el ego lo privó de

la capacidad de liderar. Le quitó la capacidad de sentir siquiera que tenía que

actuar.

La cantidad de oportunidades que dejó pasar serían motivo de risa de no ser

por las miles y miles de vidas que se perdieron por su culpa. El asunto fue peor

debido al hecho de que dos piadosos y tranquilos sureños —Robert Edward Lee

y Thomas Jonathan “Stonewall” Jackson—, con una clara inclinación a la

acción, pudieron avergonzarlo a pesar de tener menos hombres y menos

recursos. Eso es lo que puede ocurrir cuando los líderes se estancan dentro de

sus ideas. Y eso también nos puede ocurrir a nosotros.

La novelista Anna Lamott describe muy bien esa historia del ego. “Si no

tenemos cuidado —les advierte a los escritores jóvenes—, la emisora ‘Estamos

jodidos’ sonará en nuestra cabeza las veinticuatro horas del día, sin descanso y

en estéreo”.

Del parlante derecho del oído interno saldrá la infinita retahíla de la autoexaltación, la explicación

de por qué uno es tan especial, abierto, talentoso, brillante, conocedor, incomprendido y humilde. Del

parlante izquierdo saldrán las canciones de rap del autoaborrecimiento, las listas de todas las cosas que

uno hace mal, de todos los errores que ha cometido en el día y a lo largo de toda la vida, las dudas, la

afirmación de que todo lo que uno toca se daña, de que no es bueno para las relaciones interpersonales,

que uno es un fraude en todo sentido, incapaz de amar con generosidad, que uno carece de talento o

visión, y así eternamente.

Cualquiera, en especial la gente ambiciosa, puede caer en las garras de este

relato, bueno y malo al mismo tiempo. Es natural que cualquier joven ambicioso

(o simplemente alguien cuyas ambiciones son jóvenes) se entusiasme y se deje

arrastrar por sus pensamientos y sentimientos, en especial en un mundo que nos

invita permanentemente a tener y promover nuestra “marca personal”. Se nos

exige que contemos historias para vender nuestro trabajo y nuestro talento y,

después de un tiempo suficiente, olvidamos dónde está la línea que separa la

ficción de la realidad.

Al final, esto terminará por paralizarnos. O se convertirá en una pared entre

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