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causa de una diabetes, fue finalmente capaz de ponerse serio de nuevo. El primer
libro de Walker Percy, El cinéfilo, solo llegó después de que el escritor superara
una indolencia y una crisis existencial casi adolescenciales, que le duraron hasta
bien entrados los cuarenta.
¿Qué tanto mejores habrían podido ser estos escritores si hubiesen logrado
superar estos problemas antes? ¿Su vida habría sido mucho más fácil? Es una
pregunta que ellos les plantean a sus lectores a través de esos personajes tan
admonitorios.
Porque, tristemente, este rasgo, la incapacidad de olvidarse de sí mismo, no
se limita a la ficción. Hace dos mil quinientos años, Platón habló del tipo de
persona culpable de “alimentarse con sus ilusiones”. Al parecer, en esa época
también era corriente encontrar gente que “antes de examinar por qué medios
podrán conseguir su objeto y por temor de molestarse discutiendo si la cosa es
posible o imposible, lo dan por hecho a medida de sus deseos; levantan sobre
este fundamento el resto del edificio, regocijándose de antemano con las ventajas
que habrán de resultarles de la ejecución, y aumentan por este medio la
indolencia natural de sus almas”. Gente de verdad que prefiere vivir en la ficción
y no en la realidad.
El general de la Guerra Civil estadounidense George McClellan es el
ejemplo perfecto de este arquetipo. McClellan fue elegido para comandar las
fuerzas de la Unión porque llenaba todos los requisitos de lo que debía ser un
gran general: graduado de West Point, ya probado en la batalla, estudiante de
historia, de orígenes nobles y querido por sus hombres.
¿Por qué McClellan resultó ser, sin duda alguna, el peor general de la Unión,
a pesar de pertenecer a una categoría llena de líderes incompetentes y
egocéntricos? Porque él nunca pudo dejar de pensar en sí mismo. Estaba
enamorado de su imagen como cabeza de un gran ejército. Podía preparar a la
tropa para la batalla como todo un profesional, pero cuando llegaba la hora de
conducirlos a la trinchera surgían los problemas.
McClellan se fue convenciendo, lo cual resulta risible, de que el enemigo se
volvía cada vez más grande, a pesar de que, en cierto momento, el número de sus
hombres llegó a triplicar al del enemigo. Vivía pensando que estaba rodeado de
amenazas e intrigas constantes orquestadas por sus aliados políticos, aunque no
tenía ninguno. Estaba seguro de que la única manera de ganar la guerra era tener
el plan perfecto y hacer una sola campaña decisiva, en lo cual se equivocó. Todo
esto lo paralizó y básicamente no hizo nada... durante muchos meses.
McClellan siempre estaba pensando en sí mismo y en lo bien que le estaba
yendo; se felicitaba por victorias que todavía no había obtenido y, con más
frecuencia todavía, por las horribles derrotas de las que había salvado a la causa.