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mostraban, comenzó a surgir en él un cierto sentimiento de autosatisfacción. En
un momento de frustración, una vez le gritó a un empleado de un banco que se
negó a prestarle dinero: “¡Algún día seré el hombre más rico del mundo!”.
Hay que decir que Rockefeller es quizás el único hombre en el mundo que
dijo eso y luego lo logró. Porque por cada uno de esos, hay docenas de imbéciles
que dicen exactamente lo mismo, y de verdad lo creen, y aceptan el crédito que
produce dicha visión y luego no llegan a ningún lado, en parte porque su orgullo
trabajó en su contra y también invitó a los demás a trabajar contra sus objetivos.
Esta fue la razón por la cual Rockefeller sabía que necesitaba controlarse y
dominar privadamente su ego. Noche tras noche se preguntaba: “¿Acaso vas a
ser tan tonto? ¿Vas a permitir que este dinero te envanezca? (a pesar de que no
era mucho). Mantén los ojos abiertos —se advertía—, y no pierdas el
equilibrio”.
Más tarde el propio Rockefeller diría: “Tenía horror del peligro que
significaba la arrogancia. Es lastimoso ver cuando un hombre permite que un
poco de éxito temporal dañe totalmente su camino, nuble su juicio y le haga
olvidar lo que es”. El orgullo crea una especie de obsesión miope y onanista que
deforma la perspectiva, la realidad, la verdad y el mundo que lo rodea. El
ingenuo principito de la famosa historia de Saint-Exupéry observa lo mismo,
lamentándose de un vanidoso en el sentido de que “nunca escucha nada más que
los elogios”. Esa es exactamente la razón por la cual no podemos darnos el lujo
de tener el orgullo como traductor de nuestro sentimientos.
Precisamente en el momento en que necesitamos recibir retroalimentación,
mantener el entusiasmo y planear el camino, el orgullo limita estos sentimientos.
O, en otros casos, fortalece otras partes negativas de nosotros mismos, como la
sensibilidad, el complejo de persecución, la capacidad de hacer que todo gire en
torno nuestro.
Cuando el famosos guerrero y conquistador Gengis Kan empezó a preparar a
sus hijos y a sus generales para que lo sucedieran, siempre les advertía: “Si no
puedes tragarte tu orgullo, no podrás ser líder”. Les decía que hacer eso sería
más difícil que domar a un león salvaje. Le gustaba usar la analogía de una
montaña: “Incluso las montañas más altas tienen animales que son más altos que
la montaña misma cuando están parados sobre ella”.
Tenemos la tendencia a sentir desconfianza de la negatividad, de la gente que
nos hace desistir de perseguir nuestra vocación, o duda de la visión que tenemos
de nosotros mismos. La negatividad es, ciertamente, un obstáculo del que hay
que cuidarse, pero manejarla es bastante simple. Por otra parte, lo que menos nos
enseñan y cultivamos es cómo protegernos de la validación y la gratificación que
llegan tan pronto como damos señales de ser buenos. De lo que no nos