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EL PELIGRO DEL ORGULLO TEMPRANO

Un hombre orgulloso siempre está mirándolo todo desde una

posición superior y, claro, mientras uno esté mirando hacia

abajo, es incapaz de ver lo que está encima.

—C. S. LEWIS

A

los 18 años, un Benjamin Franklin más bien triunfante regresó de visita a

Boston, la ciudad de la que había huido hacía siete meses. Lleno de orgullo

y autosatisfacción, llevaba un traje nuevo y un reloj, y tenía el bolsillo lleno de

monedas que se encargó de distribuir y mostrarle a todo el que se encontraba,

entre otros a su hermano mayor, a quien más quería impresionar. Todo esto por

ser un chico que no era más que un empleado en una imprenta de Filadelfia.

En un encuentro con Cotton Mather, una de las figuras más respetadas del

pueblo y antiguo adversario suyo, Benjamin pronto demostró lo ridículamente

inflado que tenía el ego. Mientras charlaba con Mather al tiempo que caminaban

por un corredor, este de repente le advirtió: “¡Inclínate! ¡Inclínate!”. Pero como

Franklin estaba demasiado posesionado de su papel para hacerle caso, pocos

pasos adelante se golpeó con una viga del techo. La respuesta de Mather fue

perfecta: “Que esto sea una advertencia para ti, para que no lleves siempre la

cabeza tan alta —le dijo con sorna—. ¡Inclínate, jovencito! Inclínate a medida

que avanzas por este mundo, y así evitarás muchos golpes fuertes”.

Los cristianos creen que el orgullo es un pecado porque es una mentira:

convence al creyente de que es mejor de lo que es, que es mejor de lo que Dios

lo ha hecho. El orgullo lleva a la gente a la arrogancia y la aleja de la humildad y

la conexión con sus congéneres.

No hay que ser cristiano para ver la sabiduría que hay en ese mandamiento.

Solo hay que preocuparse lo suficiente por el trabajo para entender que el

orgullo, incluso cuando hay logros verdaderos, es una distracción que crea

ilusiones.

“Aquel al que quieren destruir los dioses —dijo Cyril Connolly con gran

precisión— recibe antes el calificativo de ‘prometedor’”. Dos mil quinientos

años antes, el poeta elegiaco Teognis le escribió a Kurnos, un amigo suyo: “Lo

primero que le otorgan los dioses a aquel que van a aniquilar es orgullo”.

¡Hemos ‘recogido este testigo’ a propósito!

El orgullo debilita precisamente el instrumento que necesitamos para tener

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