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PARA LO QUE SEA QUE SIGA, EL EGO ES
EL ENEMIGO...
Es cosa sabida que la humildad es una escala para la ambición
incipiente.
—SHAKESPEARE
S
abemos a dónde queremos llegar: al éxito. Queremos ser importantes. La
riqueza, el reconocimiento y la reputación también son agradables. Eso es lo
que queremos.
El problema es que no estamos seguros de que la humildad pueda llevarnos
allá. Tenemos pánico de que, tal como lo expresa el reverendo Sam Wells: si
somos humildes, terminaremos “subyugados, pisoteados, avergonzados y
condenados a la irrelevancia”.
A la mitad de su carrera, si le hubiéramos preguntado a nuestro modelo
Sherman cómo se sentía, probablemente se hubiese descrito casi exactamente
con esas palabras. No había hecho mucho dinero. No había ganado grandes
batallas. No había visto su nombre en titulares ni avisos. Es posible que en ese
momento, antes de la Guerra Civil, él hubiese empezado a preguntarse por el
camino que había elegido y si aquellos que lo seguían terminaban de últimos.
Esa es la clase de pensamiento que crea el trato faustiano que convierte la
ambición más limpia en una adicción desvergonzada. Probablemente se debe a
que, al comienzo, el ego puede adaptarse temporalmente. La locura puede pasar
como audacia. Los delirios pueden sustituir a la seguridad. La ignorancia puede
pasar por temeridad. Y si esto parece funcionar, es porque los costos no se ven.
Porque nunca nadie ha dicho alguna vez, al reflexionar sobre la vida de
alguien, que ese monstruoso ego con seguridad vale la pena.
El debate interno acerca de la confianza trae a la memoria un concepto bien
conocido que se puede denominar la brecha entre el gusto y el talento, propuesta
por el pionero de los programas radiales, Ira Glass.
Todos los que hacemos trabajo creativo... entramos en ese campo porque tenemos buen gusto. Pero
parece haber una brecha, porque durante el primer par de años de producción, lo que uno hace no es
tan bueno... En realidad es bastante malo. Trata de ser bueno, tiene la ambición de ser bueno, pero no
es tan bueno. Sin embargo, el gusto, aquello que nos metió en el juego, sigue siendo espléndido y
suficientemente bueno como para que uno pueda decir que lo que está haciendo es una especie de