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solemnidad que pude sentir en los huesos a través del teléfono: “Ryan, Steve
Jobs murió”. Para él, en medio de su confusión, este fracaso, este golpe, era más
o menos equivalente a la muerte. Esa fue una de las últimas veces que hablamos.
En los meses que siguieron tuve que ver con horror la forma en que él acababa
con la compañía que tanto esfuerzo le había costado construir.
Fue un momento muy triste, que se ha quedado en mi memoria desde ese día.
¡Por Dios! Eso habría podido pasarnos a cualquiera de nosotros.
Todos experimentamos el éxito y el fracaso a nuestra manera. Mientras
estaba escribiendo este libro, presenté cuatro propuestas que me costaron mucho
trabajo, pero fueron rechazadas, y luego hice una docena de borradores del
manuscrito. En mis proyectos anteriores, estoy seguro de que semejante esfuerzo
me habría dejado agotado. Tal vez habría renunciado o tratado de trabajar con
alguien más. Tal vez me habría afirmado en mi posición para hacer las cosas a
mi manera y habría perjudicado el libro de manera irreparable.
En cierto momento durante el proceso, encontré una estrategia terapéutica.
Después de terminar cada borrador, rasgaba las páginas y echaba los pedazos en
un compost de lombrices que tengo en el garaje. Pocos meses después, esas
dolorosas páginas se habían convertido en el abono con que alimentaba mi
jardín, en el cual podía caminar descalzo. Esto me proporcionaba una conexión
real y tangible con esa gran inmensidad. Me gusta recordarme que ese es el
proceso que yo voy a vivir cuando muera, cuando desaparezca y la naturaleza
me vuelva trizas.
Mientras estaba escribiendo y pensando en las ideas que acaba de leer, tuve
una de las revelaciones más liberadoras de mi vida. Pensé en lo dañina que es
esa ilusión de que nuestra vida es un “gran monumento” destinado a durar hasta
el final de los tiempos. Cualquier persona ambiciosa conoce esa sensación: la
idea de que debe hacer grandes cosas, de que debe hacer las cosas a su manera y
que, si no lo hace, es un fiasco como persona y el mundo conspira contra ella. La
presión es tanta que, con el tiempo, todos nos reventamos.
Desde luego, eso no es cierto. Sí, todos tenemos potencial. Todos tenemos
metas y logros que sabemos que podemos alcanzar, ya sea empezar una
compañía, terminar una obra creativa, ganar un campeonato, llegar a la cima de
nuestro campo de trabajo. Todas estas metas son valiosas. Una persona que se ha
dado por vencida no llegará allá.
El problema es cuando el ego interfiere con estos propósitos,
corrompiéndolos y minando nuestras fuerzas cuando nos disponemos a
cumplirlos. Cuando nos susurra mentiras mientras nos embarcamos en el viaje y