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odiar. Lo natural es contraatacar.

Encontrará que lo que define a grandes líderes como Douglass es que, en

lugar de odiar a sus enemigos, ellos sienten una especie de compasión y empatía

por ellos. Pensemos en Barbara Jordan en la Convención Demócrata del 92,

proponiendo una “agenda de... amor... amor... amor... amor”. Pensemos en

Martin Luther King, predicando una y otra vez que el odio es una carga y el

amor es la libertad. El amor favorece las transformaciones, el odio es debilitante.

En uno de sus sermones más famosos, Luther King llevó esto todavía más lejos:

“Comenzamos a amar a nuestros enemigos y a amar a esas personas que nos

odian ya sea en la vida colectiva o individual, si nos miramos a nosotros

mismos”. Usted debe despojarse del ego que lo protege y lo sofoca porque, tal

como él dijo: “El odio es un cáncer que carcome nuestro centro vital y nuestra

existencia. Es como un ácido corrosivo que se come lo mejor y el centro objetivo

de nuestra vida”.

Haga un inventario por un momento. ¿Cuáles son las cosas que le

desagradan? ¿Qué nombres lo llenan de rechazo y rabia? Y ahora pregúntese:

¿esos sentimientos tan fuertes le han ayudado a lograr algo alguna vez?

Haga un inventario todavía más amplio: ¿es que el odio y la rabia le han

servido alguna vez a alguien para algo?

En especial porque es una regla casi universal que los rasgos o

comportamientos de los demás que nos han indignado —su deshonestidad, su

egoísmo, su pereza— difícilmente van a funcionarles bien a esas personas al

final. Su ego y su miopía contienen su propio castigo.

La pregunta que debemos hacernos es: ¿queremos ser miserables solo porque

los demás son miserables?

Pensemos en la forma como respondió Orson Welles a la campaña que

Hearst adelantó contra él durante décadas. Según su propio relato, se encontró

con el magnate en un ascensor precisamente el día del estreno de la película, la

misma que este se había propuesto destruir utilizando todos sus recursos. ¿Saben

lo que Welles hizo? Invitó a Hearst a ir a la proyección. Cuando este declinó la

invitación, Welles bromeó diciéndole que Charles Foster Kane seguramente sí

habría aceptado.

Pasaron muchos años antes de que el genio de Welles en esa cinta fuese

finalmente reconocido por el resto del mundo. Sin embargo, él no desistió,

siguió haciendo películas y produciendo obras maravillosas. Ciertamente llevó

una vida plena y feliz y, con el tiempo, Ciudadano Kane alcanzó su lugar en la

cima de la historia del cine. Setenta años después del debut de la película, el

emporio de Hearst la exhibió finalmente en el teatro del Castillo Hearst en San

Simeon, convertido ahora en parque nacional.

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