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trampa se hizo pública y él se vio obligado a ver —aunque fuera por un segundo
— que era un tramposo. Armstrong insistió en negarlo, a pesar de toda la
evidencia pública. Insistió en arruinar la vida de otras personas. Tenemos tanto
miedo de perder nuestra propia estima o, Dios no lo permita, la estima que nos
tienen los demás, que contemplamos la posibilidad de hacer cosas terribles.
“Pues todo el que hace cosas malas aborrece la luz y no se acerca a ella por
temor a que sus obras queden al descubierto”, reza Juan 3:20. En grande o en
pequeño, eso es lo que hacemos. Recibir ese foco de luz no es agradable —así
estemos hablando de una autodecepción ordinaria o de un mal verdadero—, pero
dar media vuelta solo demora el ajuste de cuentas. Y nadie puede saber por
cuánto tiempo.
Enfrentar los síntomas. Curar la enfermedad. El ego pone muchos
obstáculos, pues es más fácil demorar, redoblar esfuerzos, que evitar
deliberadamente ver los cambios que tenemos que hacer en nuestra vida.
Estos cambios empiezan por oír las críticas y lo que dice la gente que nos
rodea, aunque esas palabras parezcan mezquinas, furibundas o hirientes.
Significa evaluar las críticas, descartar las que carecen de importancia y
reflexionar sobre las que tienen sentido.
En El club de la pelea, el personaje tiene que hacer explotar su propio
apartamento para poder romper la barrera. Nuestras expectativas y
exageraciones, y la falta de control, hacen que esos momentos sean inevitables y
garantizan que sean dolorosos. Usted ya está ahí, ¿qué va a hacer ahora? Puede
cambiar, o puede negarlo.
Vince Lombardi dijo una vez: “A los equipos, como a los hombres, hay que
ponerlos de rodillas antes de que se puedan volver a levantar”. Así que sí, tocar
fondo es tan brutal como suena.
Pero la sensación posterior es una de las perspectivas más poderosas del
mundo. El presidente Obama la describió cuando se acercaba al final de sus
tormentosos y difíciles períodos: “He estado en un tonel, cayendo por las
cataratas del Niágara, y finalmente salí, y viví, y esa es una sensación
increíblemente liberadora”.
Si pudiéramos evitarlo, sería mejor no tener ninguna ilusión jamás. Sería
mejor no tener que arrodillarnos ni lanzarnos por el abismo. De eso es de lo que
hemos hablado hasta ahora en este libro. Pero si perdemos esa batalla,
terminamos aquí.
Al final, la única forma de apreciar el progreso es pararnos en el borde del
hueco que cavamos para nosotros mismos, mirar hacia abajo y sonreír con cariño
al ver las huellas ensangrentadas que dejamos en las paredes en nuestro ascenso
hacia la salida.