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nosotros y la información que necesitamos para hacer nuestro trabajo, de manera

semejante a como McClellan se equivocaba continuamente debido a informes de

inteligencia falsos, cuya falsedad debería conocer. La idea de que su tarea era

relativamente clara, que solo necesitaba comenzar, era casi demasiado evidente

para alguien que había pensado tanto sobre el tema.

Pero él no es tan distinto del resto de nosotros. Todos vivimos llenos de

angustias, dudas, sentimientos de impotencia, dolor y, algunas veces, un toque

de locura. En eso somos como adolescentes.

Tal como han mostrado las famosas investigaciones del psicólogo David

Elkind, la adolescencia está marcada por un fenómeno conocido ahora como la

“audiencia imaginaria”. Pensemos en un niño de 13 años que vive tan

avergonzado que es capaz de perder una semana de clases porque está seguro de

que toda la escuela está pensando y murmurando sobre un pequeño incidente

(que en realidad nadie notó). O en una quinceañera que pasa tres horas frente al

espejo cada mañana, como si fuera a salir a un escenario. Hacen eso porque

están convencidos de que cada uno de sus movimientos es seguido con total

atención por el resto del mundo.

Incluso como adultos somos vulnerables a esta fantasía durante un paseo

inofensivo por la calle. Nos ponemos unos audífonos y de repente tenemos

música de fondo. Nos subimos el cuello de la chaqueta y pensamos por un

segundo en lo bien que seguramente nos vemos. Recreamos en nuestra cabeza el

encuentro hacia el cual nos dirigimos. La multitud se abre para dejarnos pasar.

Somos como guerreros temerarios en su camino a la cima.

Es como ver los créditos preliminares de una secuencia cinematográfica. Es

una escena de novela. Se siente bien, mucho mejor que aquellos sentimientos de

duda y temor y anormalidad, y por eso nos quedamos encerrados en nuestros

pensamientos, en lugar de participar del mundo que nos rodea.

Ese es el ego, amigos. Hacer que nos sintamos geniales, incluso cuando nos

hace ver como payasos.

Lo que hace la gente exitosa es dominar esas fantasías. Ellos hacen caso

omiso de las tentaciones que los invitan a sentirse importantes o a distorsionar su

perspectiva. El general George C. Marshall —quien era, esencialmente, lo

opuesto de MacClellan, aunque ambos tuvieron por corto tiempo la misma

posición, con unas pocas generaciones de diferencia— se negó a llevar un diario

durante la Segunda Guerra Mundial a pesar de las solicitudes de historiadores y

amigos. Le preocupaba que esto convirtiera su tiempo de reflexión en una

especie de espectáculo y autoengaño, que terminara revisando las decisiones

difíciles que tenía que tomar a la luz de la forma como estas afectarían su

reputación y la impresión que tendrían en sus futuros lectores. En resumen, le

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