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Dobraczynski. Cartas de Nicodemo

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lugar <strong>de</strong>sconocido en el que me sentía tan solo, me llenaron <strong>de</strong><br />

pensamientos tristes. Pensé en Rut... En el fondo, toda mi vida se<br />

reduce a un constante temor por ella... Vi que la vieja salía <strong>de</strong> la<br />

posada. Le pregunté:<br />

—¿Vas quizás en dirección a la cueva? Me gustaría verla.<br />

— Ven conmigo, rabí.<br />

Soplaba un siento fuerte, pero una parte <strong>de</strong>l cielo estaba ya limpia<br />

<strong>de</strong> nubes, y aparecían las estallas. La mujer llevaba una lamparita <strong>de</strong><br />

aceite cuya llama protegía con una mano. Me condujo hasta una<br />

pared rocosa en la que había una abertura. Entramos. La cueva olía a<br />

animales y a paja húmeda. La mujer levantó la lámpara. El pesebre,<br />

hecho <strong>de</strong> un tronco vaciado, estaba apoyado en dos soportes <strong>de</strong><br />

ma<strong>de</strong>ra. Sobre él resoplaba un buey <strong>de</strong> labranza.<br />

—Es aquí... —dijo.<br />

—Es aquí... —repetí.<br />

La paja estaba podrida. El pesebre era duro y poco hondo. En un<br />

ángulo había un montón <strong>de</strong> basura y excrementos <strong>de</strong> animales. Sólo<br />

el más mísero ser <strong>de</strong> la tierra, pensé, ha podido nacer en semejante<br />

abandono. Aquél no era un lugar para un <strong>de</strong>scendiente <strong>de</strong> David, para<br />

un profeta, para un Mesías.<br />

Me sentí más triste aún. Tenía la impresión <strong>de</strong> que aquel bajo<br />

techo se había bajado hasta mí y me oprimía la frente con su peso. La<br />

llamita <strong>de</strong> la lámpara se consumía temblorosa y las sombras, como<br />

murciélagos asustados, se <strong>de</strong>batían contra las pare<strong>de</strong>s <strong>de</strong> la cueva. El<br />

buey rumiaba y la saliva <strong>de</strong> su boca caía a gotas <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong>l pesebre.<br />

La vieja no <strong>de</strong>cía nada. Una vez más miré aquel interior y salí al aire<br />

libre. El viento seguía silbando y parecía como si luchara en la<br />

oscuridad con algún arbusto invisible.<br />

—Escucha — dije a la mujer —: dijiste que tenías entonces un<br />

hijo, un niño pequeño. Me parece incluso que lo llamabas Judas. ¿No<br />

es ese con quien he estado hablando?<br />

—No — contestó.<br />

Anduvimos en silencio un trecho más. Después <strong>de</strong> una pausa,<br />

agregó con voz sorda:<br />

—Judas murió...<br />

—¿Fue entonces...? — pregunté con palabra vacilante. Recordé<br />

<strong>de</strong> pronto y vi como en un cuadro los acontecimientos <strong>de</strong> aquellos<br />

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