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Dobraczynski. Cartas de Nicodemo

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Yo callaba, no <strong>de</strong>cía nada. Ellos le conocían bien, recordaban<br />

muchas palabras suyas, podían citarlas. Mis recuerdos eran más<br />

mo<strong>de</strong>stos. En cambio, a menudo, mis pensamientos volaban a días<br />

atrás, cuando estábamos en la cima <strong>de</strong>l monte Olivete. Él, traspasado<br />

<strong>de</strong> luz como una nube <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> la que se escon<strong>de</strong> el sol, se elevó por<br />

los aires. Aún me parecía estar oyendo sus palabras: «Recibiréis un<br />

po<strong>de</strong>r...» ¿Po<strong>de</strong>r? ¿Cuándo vendrá? ¿Qué será? ¿Será un cambio en<br />

los <strong>de</strong>stinos <strong>de</strong>l mundo gracias al cual <strong>de</strong>jarán <strong>de</strong> ser un peligro para<br />

nosotros el Gran Consejo, el Sanedrín, el sumo sacerdote, Pilatos, los<br />

legados romanos, los tetrarcas y el lejano César? ¿O será sólo,<br />

pensaba con temor, una promesa como la <strong>de</strong>l Mesías, que habrá <strong>de</strong><br />

asustar durante siglos enteros para luego cumplirse inesperadamente<br />

en contra <strong>de</strong> las esperanzas nacidas a su alre<strong>de</strong>dor?<br />

Los discípulos se animaban con las disputas. Sólo Ella guardaba<br />

silencio. ¿Acaso sabía algo más que ellos sobre lo que iba a ocurrir?<br />

Su último grito <strong>de</strong> dolor lo <strong>de</strong>jó escapar allí, en la cima: «Oh. Hijo —<br />

exclamó —. ¿Una vez más vas a abandonarme? Llévame contigo,<br />

llévame, no me <strong>de</strong>jes...» Se echó a sus rodillas, a lo que Él se inclinó y<br />

le dijo algo en voz baja, como siempre, con su rostro junto al <strong>de</strong> Ella.<br />

Cuando terminó <strong>de</strong> hablar, Ella se postró más aún, tocando sus<br />

plantas con el rostro. No la alzó como un Hijo: se apartó <strong>de</strong> Ella como<br />

un Dios que ha dado la or<strong>de</strong>n y se marcha. No volvió a sollozar nunca<br />

más. Se levantó y quedose, muda, entre los otros. Luego, cuando Él<br />

<strong>de</strong>sapareció, se acercó como todos a las huellas que habían quedado<br />

en la piedra, arrodillose y besó la roca con unos labios blancos como<br />

la nieve. Se acercaron varias mujeres para sostenerla. Pero ella<br />

rehusó con la cabeza. Bajó sola, no como cuando bajó <strong>de</strong>l Gólgota,<br />

que había que arrastrarla casi por el camino, ciega <strong>de</strong> dolor. Es alta<br />

como su Hijo y sobrepasa en estatura a muchos hombres. Cuando<br />

bajaba, como una estatua, su rostro parecía petrificado. Pero aquello<br />

duró poco. De pronto se <strong>de</strong>tuvo y esperó a los discípulos que venían<br />

<strong>de</strong>trás. Alzó los brazos como si quisiera abrazarlos a todos en un<br />

a<strong>de</strong>mán protector.<br />

—Venid, hijos... — dijo. La expresión <strong>de</strong> dolor quedó enterrada al<br />

fondo <strong>de</strong> Ella misma y fue sustituida por una gran<strong>de</strong> y cálida<br />

cordialidad. Envolvió a todos con la mirada; a mí también —. Iremos a<br />

rezar juntos y, unidos en la oración, esperaremos.<br />

La seguimos obedientes. Ella, tan silenciosa, tan insignificante<br />

cuando seguía las huellas <strong>de</strong> su Hijo, ahora parecía ejercer un<br />

dominio sobre todo nuestro grupo. Descendíamos hacia el huerto <strong>de</strong><br />

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