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Dobraczynski. Cartas de Nicodemo

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— Bien — dijo al fin, apretando los dientes. Ahora era ya como un<br />

general que ha perdido la batalla y cuyo ardor guerrero se convierte<br />

en un frío <strong>de</strong>sprecio por el mundo entero. Bajó las escaleras y se<br />

sentó en su silla. Yo tenía aun un poco <strong>de</strong> esperanza, totalmente<br />

infundada... Pronunció unas palabras, erguido, con las manos<br />

apoyadas en las rodillas. Acaso fue la horrible fórmula romana: Ibis ad<br />

crucem. Cuando luego se volvió hacia el lictor, comprendí que<br />

precisamente había dicho esto. En el patio se produjo un movimiento:<br />

los soldados salían y se ponían en formación. Sacaron un caballo. El<br />

escriba <strong>de</strong>jó sus tablillas y escribió algo sobre un ma<strong>de</strong>ro...<br />

El procurador apareció una vez más en la ventana. A su lado<br />

estaba el efebo con un cántaro y un recipiente. Con el movimiento <strong>de</strong><br />

un sacerdote que cumple con un rito religioso, or<strong>de</strong>nó que le vertieran<br />

agua sobre las manos. Al sacudirlas, dijo:<br />

—No tomo sobre mí responsabilidad alguna por esta sangre...<br />

— ¡Nosotros la tomamos! —gritó Caifás.<br />

— ¡Nosotros! — exclamó Jonatán bar Azziel, y le siguieron todos<br />

los fariseos <strong>de</strong>sperdigados entre la multitud.<br />

— ¡Nosotros! — repetía el populacho, sin saber bien lo que <strong>de</strong>cía,<br />

embriagado por la victoria.<br />

Por fin apareció en la puerta el cortejo. Lo abrían un centurión a<br />

caballo y unos veinte soldados. Detrás <strong>de</strong> ellos iba el maestro.<br />

Llevaba sus propias vestiduras, pero tan sucias y ensangrentadas que<br />

parecían los andrajos <strong>de</strong> un mendigo. El ma<strong>de</strong>ro <strong>de</strong> la cruz le<br />

aplastaba un hombro: por <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> aquél, rígida, sobresalía le dolorida<br />

cabeza coronada <strong>de</strong> espinas. Caminaba con paso vacilante,<br />

tambaleándose. Daba la impresión <strong>de</strong> que, si los criados no le<br />

hubieran sostenido <strong>de</strong> la cintura por las cuerdas, se hubiese <strong>de</strong>sviado<br />

y habría chocado contra la multitud. Detrás <strong>de</strong> él seguían, igualmente<br />

encorvados bajo el peso <strong>de</strong> las cruces, dos hombres <strong>de</strong> la banda <strong>de</strong><br />

Barrabás; los aguardaba la muerte <strong>de</strong> la que su jefe se había salvado.<br />

El resto <strong>de</strong> la centuria cerraba el cortejo. La multitud se separó, pero,<br />

al ver la ensangrentada figura que avanzaba dando tropezones,<br />

estalló en un salvaje rugido. Para la chusma él era ahora alguien a<br />

quien el romano había querido salvar y a quien ellos habían logrado<br />

arrancar <strong>de</strong> sus manos. Los puños se levantaron en alto y llovieron<br />

sobre el maestro piedras y basura <strong>de</strong> toda clase. Los soldados<br />

tuvieron que formar un cordón a cada lado para proteger <strong>de</strong> los golpes<br />

al prisionero. Pilatos, sin bajar <strong>de</strong>l balcón, miraba con <strong>de</strong>sprecio el<br />

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