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Dobraczynski. Cartas de Nicodemo

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El maestro se levantó lentamente. Cuando estaba sentado parecía<br />

pequeño e insignificante. Pero al erguirse su cabeza se elevó sobre<br />

las <strong>de</strong> todos. ¡Cómo sabe cambiar! Su suave bondad se trocó en<br />

mayestática gravedad. Ahora era alguien ante quien la gente retrocedió<br />

respetuosamente unos pasos.<br />

—¿Has dicho — comenzó <strong>de</strong>spacio — que, según la Ley, el<br />

adúltero <strong>de</strong>be morir junto con la adúltera? Quien, pues, <strong>de</strong> vosotros<br />

esté sin pecado lance una piedra sobre ella...<br />

Pareció como si <strong>de</strong> pronto sus negros ojos <strong>de</strong>spidieran chispas.<br />

No estalló, pero su mirada cayó inflexible sobre los hombres que le<br />

ro<strong>de</strong>aban. Éstos dieron otro paso atrás. Algunos tenían ya una piedra<br />

en la mano, mas ahora las escondieron apresuradamente entre los<br />

pliegues <strong>de</strong> su cuttona. Dieron todos otro paso hacia atrás. Entre la<br />

multitud y el maestro quedó un espacio vacío en el que sólo estaba la<br />

mujer, parecida a una estaca clavada entre piedras.<br />

No añadió nada más. Se inclinó, arrodillose y, sobre la losa <strong>de</strong><br />

piedra cubierta <strong>de</strong> polvo rojizo, al lado mismo <strong>de</strong> los pies <strong>de</strong> la<br />

pecadora, escribió algo con un <strong>de</strong>do. La palabra quedó allí sólo unos<br />

instantes, porque la brisa que soplaba aquel día sobre la ciudad borró<br />

las letras escritas sobre la arena. Logré aún leer: «Tú también has<br />

cometido adulterio». Alguien retrocedió entre la multitud y<br />

<strong>de</strong>sapareció; era el joven fariseo. El maestro escribió otra frase que <strong>de</strong><br />

nuevo <strong>de</strong>cía «Has cometido adulterio». Y otro <strong>de</strong> los que estaba más<br />

cerca dio la vuelta y <strong>de</strong>sapareció también. El <strong>de</strong>do, largo y <strong>de</strong>licado,<br />

seguía marcando signos. Las palabras se seguían una tras otra; unas<br />

veces lograba leerlas, otras veces no. Pero <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> cada una<br />

alguien más se esfumaba. Otros marchaban también como no<br />

queriendo leer las acusaciones a ellos dirigidas. El corro <strong>de</strong> gente<br />

disminuía sin cesar. Muchos <strong>de</strong> los que llevaban una piedra en la<br />

mano se <strong>de</strong>sprendían <strong>de</strong> ella disimuladamente. El maestro siguió<br />

escribiendo. Era como si lo hiciera sobre el agua: las palabras se<br />

borraban solas y <strong>de</strong>saparecían. Pero el instante que duraban era<br />

suficiente...<br />

Al final no quedó ninguno <strong>de</strong> los acusadores. Sólo Judas<br />

continuaba allí con los puños apretados y palabras llenas <strong>de</strong> odio en<br />

los labios. Hasta entonces el maestro no había levantado la cabeza.<br />

Pero ahora la levantó. Su rostro, tan plácido aquel día, se había<br />

oscurecido como si lo hubiera cubierto una parte <strong>de</strong>l polvo en el que<br />

escribía los pecados <strong>de</strong> la gente. Pareció llamar con la mirada a<br />

Judas. Le miraba con una tristeza infinita. Pero él siguió con la misma<br />

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