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Dobraczynski. Cartas de Nicodemo

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fuerzas. Pero fue inútil. Por suerte, estaba cerca la barca <strong>de</strong> un amigo.<br />

Todos los que iban con él agarraron las cuerdas por el otro lado. Sin<br />

embargo, tardamos en sacar la red. Andrés gritó: « ¡Se están<br />

rompiendo las cuerdas! » Era verdad, se nos rompían en las manos.<br />

Simón, pegado a la borda con todo su corpachón, procuraba hacer <strong>de</strong><br />

contrapeso. Gimió entre dientes: « ¡Per<strong>de</strong>remos la red...! » Hubiera<br />

sido una pérdida <strong>de</strong>sastrosa. No poseíamos ningún ahorro y nunca<br />

hubiéramos podido comprar otra. Ja<strong>de</strong>ábamos e igualmente ja<strong>de</strong>aban<br />

los <strong>de</strong> la otra barca. « ¡Ahora sí! », exclamó Andrés. « ¡Más, más!<br />

¡Más fuerte!», nos <strong>de</strong>cía Simón. Ahora la red realmente subía. El agua<br />

entre nuestras barcas comenzó a bullir. Apenas nos quedaban<br />

fuerzas. De pronto, sobre la negra superficie apareció, como una roca<br />

que surgiese <strong>de</strong>l mar, una masa plateada <strong>de</strong> peces. ¡Cuántos había!<br />

Nunca, rabí, he visto nada parecido. Solos, jamás hubiéramos podido<br />

arrastrarlos todos hasta la orilla. Pero nos ayudaron gentes <strong>de</strong> otras<br />

embarcaciones. Cuando oímos el choque <strong>de</strong> la barca contra las<br />

piedras <strong>de</strong>l fondo, ya un oscuro atar<strong>de</strong>cer lo había envuelto todo. El<br />

maestro estaba en la orilla. Simón se abrió paso, saltó <strong>de</strong> la barca al<br />

agua y en unos cuantos saltos ganó también la orilla. Vi cómo se<br />

lanzaba a los pies <strong>de</strong>l maestro. Tú le conoces y sabes lo impulsivo<br />

que es. Exclamó: « ¡Apártate <strong>de</strong> mí, rabí!, no soy sino un pescador...»<br />

Pero el maestro sonrió, le tocó la cabeza con la mano y dijo: «No<br />

importa...» Apoyó con fuerza las manos en los hombros <strong>de</strong> Simón y<br />

añadió: «A partir <strong>de</strong> ahora serás pescador <strong>de</strong> hombres...» Entonces —<br />

y al <strong>de</strong>cirlo Juan sonrió con melancolía — lo abandonamos todo...»<br />

Luego torcimos a la izquierda para llegar al puente sobre el río, ya<br />

que la casa <strong>de</strong> aquel centurión está en Julias. A medio camino vimos<br />

que se nos acercaba un jinete a caballo. Al vernos se paró y<br />

<strong>de</strong>scabalgó. Iba vestido con una corta túnica roja <strong>de</strong> soldado, un<br />

pesado cinturón <strong>de</strong>l que colgaba un sable y unas cáligas <strong>de</strong> piel<br />

atadas a las pantorrillas. En la mano sostenía el emblema <strong>de</strong> su<br />

cargo: una varilla <strong>de</strong> cepa. Su rostro, rasurado, tenía una expresión <strong>de</strong><br />

seriedad. Se quedó a un lado <strong>de</strong>l camino. Esperaba, muy rígido, a que<br />

el nazareno llegara hasta él. Cuando le tuvo cerca dobló una rodilla y<br />

la apoyó en el suelo. Mantenía la cabeza baja y una masa oscura <strong>de</strong><br />

pelo rizado le tapaba el rostro. Jesús se <strong>de</strong>tuvo<br />

—Éste es el centurión a cuya casa nos dirigimos — le susurró el<br />

hasán.<br />

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