La nueva libertad y otras 9 pajas mentales-pdf
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pieza las entradas del agua caliente y fría y ahora debía instalar una llave por separado para cada<br />
salida de agua. Casi me había puesto contento, las cosas empezaban a aclararse y ya me sentía hasta<br />
con ánimo para afrontar por mí mismo la reparación. Sin embargo, la señora de la ferretería advirtió<br />
que la rosca de la llave antigua era hembra y las que me había vendido eran macho... Me volvió a<br />
dar un vuelco al corazón. Eso era terrible, uno era macho y el otro hembra... ¡Dios mío! Me explicó<br />
que tendría que acoplar un adaptador, y mal dijo esto desapareció tras los montones de productos<br />
que tenía colgando del techo. Se la oía rebuscar aquí o allá, hablar consigo misma y volver a<br />
rebuscar. Al fin tuvo que informarme, con verdadera lástima reflejada en sus ojos, de que no le<br />
quedaban. “Debes preguntar en <strong>otras</strong> ferreterías”, me advirtió. Sí, pero ¿qué debía buscar<br />
exactamente? Me dijo el nombre de la pieza. ¿Qué? Me lo volvió a repetir. Perdón, ¿cómo ha<br />
dicho? “Sí, miniño, racor Marsella de media pulgada y tres cuartos hembra-hembra” racor ¿qué...?<br />
<strong>La</strong> Virgen, ¿pero qué tiene que ver Marsella con todo esto? Y luego, ¿qué había dicho de las<br />
pulgadas? No me enteraba de nada. <strong>La</strong> señora de la ferretería debió percibir el pánico en mi rostro,<br />
así es que me escribió aquella ristra de palabras sin sentido en un papel.<br />
Me dio por pensar que llegar al mostrador de una ferretería con un papel escrito debía<br />
arrojar una pobre imagen de la persona que lo portaba, la imagen desvalida y anodina del que no<br />
tiene ni puta idea. No me daba la gana de darle esa satisfacción a nadie, de modo que resolví<br />
memorizar el nombre de la pieza que debía solicitar. Lo memorizaría y entraría en las ferreterías<br />
con el aire despreocupado de quien sabe lo que quiere y entiende de qué va todo el asunto. Lo diría<br />
casi con desprecio, como si estuviera tan acostumbrado a ese tipo de lenguaje técnico que había<br />
llegado a sentir una especie de hastío profesional, una comprensión profunda de ciertas situaciones<br />
que me elevaba por encima del resto de los mortales. “Buenos días, sí, mire, deme un...” ¿Cómo era<br />
aquello? “Ah, sí, un racor Marsella de media pulgada y tres cuartos hembra-hembra”. Luego de<br />
decirlo me haría un poco el interesante, adoptaría alguna pose displicente —como quien tiene el<br />
poder de perdonarle la vida a alguien— y miraría con aire crítico todo lo demás allí expuesto,<br />
haciendo seguramente una muesca de desaprobación. Saqué el papel y memoricé aquellas palabras,<br />
las iba repitiendo durante todo el camino. “racor Marsella de media pulgada y tres cuartos hembra-<br />
hembra, racor Marsella de media pulgada y tres cuartos hembra-hembra, racor Marsella de media<br />
pulgada y tres cuartos hembra-hembra...” ¡Vaya un término tan raro! Llegué a una ferretería y<br />
entré, el dependiente parecía absorto revisando un albarán y no me prestó ni la más mínima<br />
atención. Empecé a ponerme nervioso, no me creía capaz de recordar por mucho más tiempo el<br />
nombre tan largo de aquella pieza. Cuando me dirigió una mirada muda invitándome a decirle lo<br />
que deseaba sentí que los colores acudían a mis mejillas. Empecé a tartamudear, aquello no estaba<br />
saliendo como esperaba. Por fin, cuando conseguí desembuchar aquella locución horripilante el<br />
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