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La nueva libertad y otras 9 pajas mentales-pdf

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empleó a fondo dándome la brasa para que cambiara el dichoso enchufe, me perseguía día y noche,<br />

hasta que no pude eludir más mi responsabilidad. Suspiré hondo, me dije a mí mismo —sin<br />

convicción maldita— que la cosa no podía entrañar tanta dificultad, a ver, ¡se trataba tan sólo de un<br />

enchufe! Alguien había dicho algo de un hilo al que llamaban “tierra”, por lo visto tenía que<br />

empatarlo no sé dónde. Corté la corriente, tardé cerca de una hora en reunir el valor suficiente para<br />

sujetar los cables desnudos, no me fiaba un pelo, no sé por qué —o, mejor, sí que lo sé— me<br />

vinieron a la mente los perros de Pávlov. El corazón casi me saltaba por la boca pero, para mi<br />

sorpresa, no salí despedido por los aires ni nada por el estilo, había sujetado los cables con mis<br />

propias manos y todavía estaba de una pieza. Eso me insufló confianza, estaba realizando<br />

progresos; lentos, pero progresos al fin y al cabo. Desmonté todo el enchufe sin tomar la precaución<br />

de memorizar dónde iba cada cable, para mí todos los cables eran cables, ¿qué diferencia podría<br />

haber entre unos y otros? Volví a acordarme de que el hilo tierra había que conectarlo a algún lado,<br />

pero ¿cuál era el hilo tierra? Por fin, como tenía tres cables y el enchufe sólo parecía tener lugar<br />

para dos, fijé un cable a una de las piezas metálicas al efecto y los otros dos a la otra pieza. Estaba<br />

orgulloso de mí mismo, había cambiado mi primer enchufe. Me sentía tan satisfecho de mí hazaña<br />

que no pude evitar sentir una extraña emoción a la altura del pecho. Oh, sí, qué maravilloso era<br />

todo. Fui hasta el cuadro eléctrico con aire triunfal y levanté la palanca. Recuerdo un fogonazo de<br />

color verde, un ruido como si alguien hubiera dado un martillazo y un penetrante olor a quemado.<br />

Del cuadro general salían hilachas finas de humo gris, y yo estaba a punto de desmayarme del susto.<br />

<strong>La</strong> abuela me observaba con los brazos en jarra: “es que es un inútil”. Pero no me di por vencido,<br />

intenté varias combinaciones, las palancas saltaron un par de veces más —en una de ellas me había<br />

dejado una pequeña hebra del cable haciendo contacto con el polo opuesto—, hasta que la toma<br />

funcionó como se esperaba. Por supuesto, eso no aplacó las críticas mordaces de la abuela:<br />

“menudo hombre de la casa”, decía riendo maliciosamente.<br />

Desde entonces no recuerdo ninguna reparación que haya efectuado y me haya salido bien<br />

a la primera, lo normal es que, antes de ser capaz de hacer funcionar algo, me vea obligado a ir a la<br />

ferretería unas diez veces. Algunos dirán que es porque me pongo nervioso, o porque tengo poca<br />

confianza en mis habilidades (ni siquiera mi madre confía en mis habilidades), y puede que algo de<br />

cierto exista en todo eso, pero yo digo que fundamentalmente se trata de un infausto destino, de una<br />

maldición. No es que yo sea especialmente creyente —a decir verdad, cada día lo soy menos—,<br />

pero a veces me da la sensación de que hay “algo” que me pone a prueba. Alguien podría pensar<br />

que la rotura de una sencilla e inocente cisterna, o cualquier otro artefacto de similar simpleza,<br />

apenas merecería ser calificada de prueba, pero esperen a conocer el resto de la historia.<br />

Todo había empezado tres semanas antes. Intenten imaginar el peor día posible para que<br />

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