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La nueva libertad y otras 9 pajas mentales-pdf

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tienes que usar cinta de teflón?” Pues no, no lo sabía, del mismo modo que no sé nada de nada<br />

acerca de cualquier cosa que tenga que ver con arreglar artefactos, eléctricos o de fontanería, o<br />

montar muebles. Me pongo colorado como un tomate, la he vuelto a chafar, estas cosas nunca me<br />

salen bien. “Eres un inútil, un inútil”. Pero ¿qué puedo hacer?, llamar a un fontanero sale un ojo de<br />

la cara. Y después está la vergüenza: llamar a un fontanero para que te monte una cisterna de<br />

mierda, uno también tiene su orgullo, me haría quedar un tonto rematado, como alguien, según<br />

suele decirse, que no sabe ni cambiar un enchufe, lo cual casi es cierto, pero vaya, como ya he<br />

dicho, uno también tiene su orgullo.<br />

Está bien, lo admito, no cambié mi primer enchufe hasta que cumplí los veinte años, una<br />

situación completamente anómala que no hacía sino revelar un temor atávico a todo lo que tuviera<br />

que ver con lo eléctrico, un temor que no había dejado de incrementarse con el paso del tiempo. Sin<br />

embargo me asistían algunas razones que bien podían justificarme, si es que algo podía hacerlo.<br />

Vivía entonces en Brasil y todos los días tenía que vérmelas con el calentador eléctrico de la ducha,<br />

un aparatejo infernal que colgaba directamente de la tubería y que te arrojaba el agua directamente a<br />

la cabeza después de pasar, sin transición alguna, por los hilos de cobre de la resistencia con un<br />

ruido semejante al chisporroteo de un pollo friéndose en la sartén. Lo peor de todo era que el<br />

dichoso calentador estaba mal instalado y transmitía descargas eléctricas a la llave del agua. <strong>La</strong><br />

única posibilidad de ducharse consistía con coger un zapato viejo de goma e ir dando golpecitos a la<br />

llave hasta que se abriera o cerrara; claro que la cosa no era tan fácil —más bien resultaba de cine<br />

cómico— y a veces el zapato se mojaba y entonces no podías evitar llevarte algún que otro<br />

calambrazo. Era una pesadilla. Lo había montado mi padre, un inútil tan grande en estas labores<br />

como lo he sido yo todo este tiempo. ¡Qué cruz! Hasta que un día pasó lo que pasó, mi padre debió<br />

despistarse y agarró la llave con la mano desnuda justo cuando estaba enjabonado de pies a cabeza.<br />

Se escuchó un grito que nos heló a todos la sangre; debió dar un salto de por lo menos medio metro<br />

en el aire o algo así, porque tardó todavía dos segundos largos en caer con todo el peso de su carne<br />

encima de la mampara. El estrépito fue ensordecedor. <strong>La</strong> mampara, claro, quedó hecha papilla. Mi<br />

padre salió del baño pálido como un muerto, desnudo como había venido al mundo y escurriendo<br />

jabón hasta por las orejas; temblaba más que un flan.<br />

No, desde luego tenía sobradas razones para no sentir ningún apego hacia las cosas<br />

eléctricas y más bien intentar mantenerme lejos de ellas todo lo posible. Pero se daba el caso de que<br />

la abuela necesitaba enchufar la plancha y apenas quedaba una toma que funcionara en toda la casa,<br />

se habían ido estropeando al mismo ritmo que elevábamos nuestras oraciones para no vernos en la<br />

tesitura de tener que cambiarlas. Hasta que no quedó casi ninguna, y mi hermano, el único que tenía<br />

algún arte en el campo de la electricidad, se había marchado hacía ya más de un año. <strong>La</strong> abuela se<br />

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