La nueva libertad y otras 9 pajas mentales-pdf
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Yo: Oh, no, mis convicciones no son tanto políticas como espirituales…<br />
Sr. E.: ¡Peor aún! No soporto a los advenedizos de la Nueva Era, a los ecologistas o a los hippie,<br />
que son todo una misma cosa, una excrecencia abominable de gente envidiosa y fracasada.<br />
Yo: Perdone, pero lo está mezclando todo sin ningún criterio… En cualquier caso, a mí lo único que<br />
me interesa saber, por cierto, es si va a publicar alguno de mis escritos.<br />
Sr. E.: ¿Sus escritos? Claro, ¡casi lo olvidaba! Espere un minuto… ¿Dónde los he puesto? ¡Ah, sí,<br />
en este cajón! Tome, lléveselos de aquí inmediatamente.<br />
Cogió las encuadernaciones y me las tiró a la cabeza sin ningún tipo de consideración. Acto<br />
seguido descolgó un telefonillo y le ordenó a alguien que mandara a un agente de seguridad para<br />
que me acompañara hasta la puerta —bueno, sus palabras fueron “para que me arrojara a la calle<br />
como a un perro”. Pero no hizo falta, porque yo junté mis bártulos y me fui como alma que lleva el<br />
diablo. Una vez en la calle escuché cómo todavía se oían gritos provenientes de la ventana del<br />
despacho donde había estado, en el tercer piso. El Sr. Editor descargaba una rabia furibunda. De<br />
repente tuve que echarme a un lado cuando unos golpes contundentes en la ventana hicieron saltar<br />
los cristales a la calle. Pero lo verdaderamente espeluznante vino después: el Sr. Editor arrojaba por<br />
la ventana todo lo que tenía a mano, empezando por un ordenador portátil que se hizo trizas nada<br />
más tocar el suelo. Le siguieron varios volúmenes de carpetas y libros contables y toda clase de<br />
utensilios de oficina, algunos tan susceptibles de causar heridas a los viandantes como grapadoras o<br />
pisapapeles. Luego, absolutamente fuera se sí, intentaba empujar su sillón de cuero por entre el<br />
marco de la ventana y los restos de cristales que aún permanecían adheridos, mientras berreaba a los<br />
cuatro vientos frases inconexas y todo tipo de improperios tales como: “no quiero toda esta mierda,<br />
quiero una camisa con las sábanas que amortajaron a Onetti” o “Baudelaire, Baudelaire, regálame<br />
tus flores malditas”. Por la puerta del edificio empezaron a salir en tropel todos los empleados de la<br />
empresa, sobrecogidos por el pánico. En poco tiempo se reunió una multitud de curiosos que<br />
miraban con expectación —algunos con júbilo— en dirección a la ventana. A lo lejos se empezaron<br />
a escuchar una mezcolanza ruidosa de sirenas que se dirigían, al parecer, al lugar de los hechos. Me<br />
pareció que era el momento de marcharme. Ya había visto suficiente.<br />
Pero la cosa no terminó ahí. El otro día, cuando acudía al Mercado Municipal para realizar<br />
la compra de la semana, me crucé con un mendigo con un aspecto de lo más extraño. Estaba<br />
apostado en la puerta y su indumentaria, depauperada como cabía esperar en un mendigo, no<br />
obstante dejaba entrever una especie de pátina de esplendor debajo de la suciedad que la cubría. Me<br />
tomé la molestia de fijarme con más detenimiento y descubrí, no sin cierta sorpresa, que vestía un<br />
traje de Armani (apenas identificable). Un rostro desgarbado, surcado de churretes de mugre roñosa,<br />
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