La nueva libertad y otras 9 pajas mentales-pdf
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arco para ir a un destino, pero el puerto es tan grande, está tan lleno de embarcaciones tan enormes<br />
y apabullantes, sus muelles son tan largos y complejos, que me pierdo, ya no sé dónde estoy, me<br />
desespero, mi barco está a punto de zarpar y voy a perder el billete. De repente, no sé cómo, me veo<br />
en un pequeña embarcación navegando entre el pesado tráfico del puerto, sigo buscando angustiado<br />
mi barco, tengo el corazón en un puño, algunos navíos de mucho más calado que el mío, tan<br />
enormes que parecen llegar al cielo, amenazan con aplastarme. Alguien me dice que debo alcanzar<br />
mi barco en pleno mar abierto, echo un vistazo a las dársenas, a los muros marítimos de contención,<br />
y me quedo petrificado: las olas se yerguen furiosas en columnas amenazantes por encima de ellos,<br />
una tempestad terrible, ¿cómo se supone que voy a sobrevivir? Pero lo peor de todo es que ya no<br />
puedo volver a tierra, la tempestad parece arrastrarme hacia ella, no tengo cómo huir... Me despierto<br />
sudando. Maldito subconsciente. Sé quién eres, sé por qué haces esto. Otra vez me obligas a<br />
enfrentarme a mis fantasmas. Ese estigma, ese dolor que llevo dentro... Es ridículo, cualquiera me<br />
lo diría. Sucumbo, admito mi derrota. Lo sé, lo sé, es patético, pero todo esto se ha desencadenado<br />
por la rotura de una cisterna, de una maldita cisterna, aunque los ecos de esta desgracia vienen<br />
desde muy atrás, desde que era niño y la abuela constataba mi torpeza en todo lo que emprendía,<br />
siempre detrás mía recordándome que no sabía hacer nada, insultándome, azorándome. Dios mío,<br />
tener que admitir que semejante nimiedad es capaz de afectarme hasta ese punto. Pero no, no se<br />
trata sólo de la cisterna, hay algo más, es este estigma, que se me ha reproducido en el alma como<br />
un cáncer, emponzoñando las débiles fibras que entretejen mi consciencia. Escucho inexorable la<br />
voz de la abuela retumbando en las paredes de mi cráneo: “¡eres un inútil, un inútil!” Lo sé, lo sé,<br />
no puedo evitar malograr todo lo que hago. Me siento humillado.<br />
Llevaba rota hacía meses, la cisterna. Me persigue, ya la he arreglado <strong>otras</strong> tres veces en<br />
los últimos dos años. Es injusto, nada debería durar tan poco tiempo. Me viene a la memora, como<br />
un fogonazo, el arreglo que hice a la cisterna del otro baño no hace mucho. Una calamidad, sellé<br />
mal la conexión que iba en la tubería de la pared y el agua acabó infiltrándose hacia la vivienda de<br />
al lado. El vecino vino a reclamar con gesto contrariado, aunque lo mal disimulaba contando chistes<br />
malos. “Pues sí —le decía yo—, resulta que a la altura que usted señala está la llave de paso de la<br />
cisterna del baño grande; la cambié hace un par de semanas”. “¿<strong>La</strong> sellaste bien?” “Oh, claro que sí,<br />
la apreté con todas mis fuerzas, con tanta fuerza, de hecho, que me quedé con las manos hechas<br />
trizas, es posible que hasta me sintiera gruñendo y maldiciendo en voz alta, terminé bañado en<br />
sudor y con los nervios de los brazos tan rígidos como barras de acero”. “Eso esta muy bien, mihijo<br />
—el vecino es un señor mayor—, pero ¿usaste cinta de teflón en las roscas?” “¿Cinta de teflón?, ¿y<br />
eso qué es?” El pobre señor se me quedó mirando como a un insecto al que fuera preciso aplastar en<br />
aquel preciso instante. “Mihijo, por Dios, ¿es que no sabes que cuando vas a enroscar una tubería<br />
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