Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
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inquilinos de las jaulas.<br />
—Pues sí, hoy están de muy buen humor; eso es por el sol, sabes... en cuanto empieza a dar por<br />
este lado de la casa se ponen a cantar, ¿verdad que sí? La próxima vez tienes que poner más... ¡sólo<br />
dos, hijita, sólo dos! Ni con toda la buena voluntad del mundo se le puede llamar a eso una nidada.<br />
¿Te gusta esta nueva semilla? ¿Tú también la gastas? Por aquí hay muchos granívoros muy<br />
interesantes... No hagas eso con el agua limpia... Desde luego, la cría de algunos pájaros da mucho<br />
trabajo, pero en mi opinión merece la pena, sobre todo si se hacen cruces. Yo suelo tener buena<br />
mano para los cruces... excepto cuando no ponen más que dos huevos, claro... ¡pícaro, que eres un<br />
pícaro!<br />
Al fin acabamos la operación y Kralefsky permaneció un momento contemplando sus pájaros<br />
mientras sonreía para sí y se limpiaba cuidadosamente las manos con una toallita. Luego me fue<br />
conduciendo todo alrededor del desván, parándose delante de cada jaula para darme la historia<br />
pormenorizada del pájaro correspondiente, sus progenitores y lo que pensaba hacer con él.<br />
Examinábamos en silencio complacidos un gordo y sonrosado camachuelo cuando, de improviso,<br />
un sonoro timbrazo se elevó sobre la algarabía de las aves. Observé lleno de asombro que aquel<br />
sonido parecía emanar de algún punto del estómago de Kralefsky.<br />
—¡Caramba! —exclamó espantado, volviendo hacia mí una mirada de angustia—. ¡Caramba!<br />
Introdujo índice y pulgar en el chaleco y sacó el reloj. Al oprimir un pequeño resorte cesó la<br />
alarma. Para mí fue una desilusión ver que el ruido tenía una explicación tan vulgar; disponer de un<br />
preceptor cuyo físico sonase a intervalos habría acrecentado en mucho el encanto de las clases.<br />
Kralefsky miró atentamente la esfera y su semblante se frunció en un gesto de contrariedad.<br />
—¡Caramba! —repitió débilmente—, si ya son las doce... el tiempo corre que vuela... Y resulta<br />
que tú te marchas a y media, ¿verdad?<br />
Reintegró el reloj al bolsillo y se alisó la calva.<br />
—Bueno —dijo por fin—, me temo que en media hora no podremos hacer muchos avances<br />
pedagógicos. En vista de eso, y si te agrada por pasar el rato, propongo que bajemos al jardín a<br />
coger hierba cana para los pájaros. Les viene muy bien, sabes, sobre todo cuando están poniendo.<br />
Conque bajamos al jardín y estuvimos recogiendo hierba cana hasta que el coche de Spiro bajó la<br />
calle dando bocinazos como un pato herido.<br />
—Ése debe ser tu coche —observó cortésmente Kralefsky—. Sí que hemos recogido un buen<br />
montón de verde en este ratito. Tu ayuda me ha sido inapreciable. Bueno, mañana estarás aquí a las<br />
nueve en punto, ¿de acuerdo? ¡Eso es! Podemos considerar que no hemos perdido la mañana; ha<br />
sido una especie de introducción, un primer paso de conocimiento recíproco. Y espero que también<br />
de nuestra amistad. ¡Caramba, y eso es muy importante! Bueno, pues entonces, au revoir, hasta<br />
mañana.<br />
Al cerrar yo las chirriantes verjas de hierro me saludó amablemente con la mano y luego se alejó a<br />
paso lento hacia la casa, dejando un rastro de flores amarillas de hierba cana y meneando su joroba<br />
entre los rosales.<br />
Cuando llegué a casa, la <strong>familia</strong> quiso saber qué me parecía mi nuevo preceptor. Sin entrar en<br />
detalles, dije que le encontraba muy simpático y que estaba seguro de que nos haríamos muy<br />
amigos. A la pregunta de qué habíamos estudiado en nuestra primera sesión respondí, sin faltar a la<br />
verdad, que habíamos dedicado la mañana a la ornitología y la botánica. Eso pareció satisfacer a la<br />
<strong>familia</strong>. Pero yo descubrí muy pronto que el señor Kralefsky era implacable en materia de trabajo y<br />
que estaba empeñado en educarme a pesar de cuantas ideas tuviere yo al respecto. Las lecciones<br />
eran pesadísimas, porque empleaba un método pedagógico que debió estar muy de moda allá por<br />
mediados del siglo dieciocho. La historia se servía en tajadas grandes e indigestas, con las fechas<br />
aprendidas de memoria. Allí sentados, las repetíamos en monótona cantinela, hasta que se<br />
convertían en algo así como un ensalmo y las canturreábamos mecánicamente, con la mente