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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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hubiésemos podido deshacernos del lote anterior, y entonces el caos era indescriptible: casa y jardín<br />

rebosaban de poetas, novelistas, artistas y dramaturgos que discutían, pintaban, bebían, tecleaban y<br />

componían. Lejos de ser la gente normal y encantadora que prometiera Larry, resultaron ser un<br />

manojo de excéntricos tan intelectuales que les era difícil entenderse los unos con los <strong>otros</strong>.<br />

Uno de los primeros en aparecer fue el poeta armenio Zatopec, individuo bajito y fornido, de nariz<br />

caída y aguileña, con una melena de cabellos plateados hasta los hombros y manos bulbosas,<br />

deformadas por la artritis. Llegó envuelto en una inmensa, ondeante capa negra y sombrero ancho<br />

del mismo color, subido a un coche repleto de vino. Entró sacudiendo la casa con su vozarrón a<br />

manera de siroco, la capa al viento y los brazos llenos de botellas. Apenas dejó de hablar durante<br />

toda su estancia. Hablaba desde por la mañana hasta por la noche, bebiendo cantidades prodigiosas<br />

de vino, echándose una cabezada donde le pillase sin acostarse casi nunca. Su avanzada edad no<br />

había disminuido en nada su entusiasmo por el sexo opuesto, y si a Mamá y a Margo las trataba con<br />

gentileza retenida y palaciega, no había en leguas a la redonda una sola campesina que se viera libre<br />

de sus atenciones. Correteaba en pos de ellas por los olivares, rugiendo de risa, vociferando<br />

requiebros, con la capa aleteando a sus espaldas y una botella de vino asomando por un bolsillo. Ni<br />

siquiera Lugaretzia estaba a salvo, y tenía que sufrir ser pellizcada en el trasero mientras barría por<br />

debajo del sofá. Cosa que nos vino de perlas, porque durante unos días le hizo olvidarse de sus<br />

achaques y ruborizarse con sonrisa gatuna cada vez que entraba Zatopec. Al cabo el armenio nos<br />

dejó como había llegado, regiamente recostado en un coche de caballos, enfundado en su capa y<br />

gritándonos ternezas según se alejaba camino abajo, prometiendo volver pronto de Bosnia y<br />

traernos más vino.<br />

Componían la siguiente invasión tres artistas: Jonquil, Durant y <strong>Mi</strong>chael. La joven Jonquil tenía el<br />

aspecto y voz de un búho barriobajero con flequillo; Durant era huesudo y plañidero, y tan nervioso<br />

que si se le hablaba de improviso casi se salía del pellejo; por contraste, <strong>Mi</strong>chael era un hombrecito<br />

bajo, gordo, con aire de sonámbulo, muy semejante a una gamba bien cocida con una pelambrera de<br />

rizos oscuros. Los tres tenían sólo una cosa en común, el deseo de trabajar. Jonquil, al dar las<br />

primeras zancadas por casa, lo dejó bien claro ante el asombro de Mamá.<br />

—Yo no he venido de vacaciones —dijo severamente—; vengo a trabajar, así que no me interesan<br />

nada las excursiones y demás, ¿entiende?<br />

—Oh... eh... no, no, por supuesto —dijo Mamá sintiéndose culpable, como si hubiera estado<br />

preparando fastuosos banquetes entre los arrayanes en honor de Jonquil.<br />

—Se lo digo para que lo sepa —dijo Jonquil—. No quiero ser obstáculo, ¿entiende? Sólo<br />

pretendo trabajar.<br />

Por lo cual se retiró prestamente al jardín en traje de baño, y allí se pasó toda la estancia<br />

dormitando pacíficamente al sol.<br />

Durant, según él mismo nos informó, también quería trabajar, pero primero tenía que recobrar la<br />

calma. Estaba destrozado, nos confesó, absolutamente destrozado por su experiencia reciente.<br />

Parece ser que estando en Italia le había acometido de repente el deseo de pintar una obra maestra.<br />

Tras mucho cavilar, decidió que un huerto de almendros en flor daría bastante campo de lucimiento<br />

a sus pinceles. Derrochó tiempo y dinero recorriendo la comarca en busca del huerto apropiado. Por<br />

fin dio con uno perfecto: el entorno era magnífico, y los capullos llenos y rozagantes. Febrilmente<br />

puso manos a la obra, y al acabar la primera sesión tenía ya abocetado el lienzo. Rendido pero<br />

satisfecho, empaquetó sus cosas y regresó al pueblo. Tras dormir a pierna suelta se despertó fresco y<br />

animoso y corrió al huerto a terminar su cuadro. Cuáles no serían su asombro y espanto al encontrar<br />

todos los árboles desnudos y esqueléticos, y el suelo oculto por una gruesa alfombra de pétalos<br />

blancos y rosados. Por lo visto, durante la noche una frívola tormenta de primavera había despojado<br />

de flor a todos los huertos de la vecindad, entre ellos el de Durant.<br />

—Aquello me hundió —nos dijo con voz temblorosa, empañados de lágrimas sus ojos—. Juré<br />

que nunca volvería a pintar... ¡nunca! Pero poco a poco voy recobrando la calma... ya me siento

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