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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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invité a mi amigo a subir a la villa, con el objeto de que Mamá pudiera examinarle personalmente.<br />

A costa de enormes esfuerzos mentales, Mamá había conseguido memorizar dos o tres palabras<br />

griegas. Esa falta de vocabulario tendía a restringir su conversación aun en las circunstancias más<br />

propicias, pero al verse enfrentada a la penosa prueba de intercambiar naderías con un asesino, se le<br />

olvidó rápidamente el poco griego que sabía. Tuvo que limitarse a estar sentada en la terraza,<br />

sonriendo con nerviosismo, mientras Kosti, con su camisa desteñida y sus pantalones rotos, se bebía<br />

una cerveza y yo traducía su conversación.<br />

—Parece un hombre muy agradable —dijo Mama cuando Kosti se hubo marchado—; no tiene el<br />

menor aspecto de asesino.<br />

—¿Y tú cómo te creías que era un asesino? —preguntó Larry—. ¿Un tipo con el labio partido y<br />

patas de cabra, agarrando con la mano una botella que pusiese VENENO?<br />

—No digas bobadas, hijo; cómo iba a pensar eso. Pero creí que tendría un aspecto... bueno,<br />

entiéndeme, un poco más sanguinario.<br />

—Es que no se puede juzgar por las apariencias —señalo Larry—; lo único seguro son los hechos.<br />

Yo te podría haber dicho que era un asesino desde el primer momento.<br />

—¿Por qué, querido? —preguntó Mama muy intrigada.<br />

—Elemental —respondió Larry con un suspiro de condescendencia—. ¡Solamente a un asesino se<br />

le habría ocurrido regalarle a Gerry ese albatros!<br />

18. Un número de <strong>animales</strong>.<br />

Toda la casa era un hervidero de actividad. Grupos de campesinos, cargados con cestos de<br />

hortalizas y racimos de gallinas estridentes, se aglomeraban en la puerta de atrás. Spiro llegaba dos,<br />

hasta tres veces al día con el coche abarrotado de cajas de vino, sillas, mesas plegables y paquetes<br />

de comestibles. Las Gurracas, contagiadas de la animación reinante, aleteaban de un lado a otro de<br />

la jaula, asomando la cabeza por entre la tela metálica y emitiendo roncos y sonoros comentarios al<br />

bullicio. Margo yacía en el suelo del comedor, rodeada de enormes pliegues de papel de estraza<br />

sobre los cuales iba dibujando grandes murales con tizas de colores; en el cuarto de estar, Leshe,<br />

rodeado de montañas de muebles, calculaba matemáticamente el número de sillas y mesas que la<br />

casa podría albergar sin hacerse inhabitable; en la cocina, Mama (asistida por dos chillonas<br />

muchachas del campo) se movía en una atmósfera semejante al interior de un volcán, entre nubes de<br />

vapor, fogones chispeantes y el dulce bufido y borboteo de las ollas; los perros y yo vagábamos de<br />

aquí para allá ayudando en lo que pudiéramos, dando consejo y echando una mano en general;<br />

arriba, en su alcoba, Larry dormía beatíficamente. La <strong>familia</strong>, en suma, preparaba una fiesta.<br />

Como era costumbre entre nos<strong>otros</strong>, lo habíamos decidido de improviso y sin otro motivo que un<br />

impulso repentino. Rebosante de sentimientos fraternales, la <strong>familia</strong> había invitado a todas las<br />

personas que recordaba, sin exceptuar a algunas a quienes detestábamos cordialmente. Todos nos<br />

lanzamos a los preparativos con entusiasmo. Como era a principios de septiembre, decidimos darle<br />

el calificativo de fiesta navideña, y para evitar que la cosa resultara demasiado formal invitamos a<br />

los participantes a almorzar, merendar y cenar. Ello suponía la elaboración de cantidades ingentes<br />

de comida, y Mamá, armada de una pirámide de recetarios desencuadernados, desapareció en la<br />

cocina para pasarse allí las horas muertas. Si por acaso salía, con las gafas empañadas de vapor, era<br />

casi imposible mantener con ella una conversación que no versase exclusivamente sobre comida.<br />

En las raras ocasiones en que el deseo de recibir invitados era unánime, lo habitual era que la<br />

<strong>familia</strong> empezara a organizar las cosas con tanta antelación y tales ímpetus que al llegar el día<br />

señalado solíamos estar todos exhaustos e irritables. Ni que decir tiene que nuestras fiestas nunca se<br />

desarrollaban según lo previsto. Hiciéramos lo que hiciéramos, siempre había algún obstáculo de

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