Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
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no podía hacer otra cosa. ¡No, qué caramba!<br />
Habiendo hallado en mí a un oyente gustoso y encantado, Kralefsky se fue animando más. Me<br />
contaba una aventura tras otra, y cada una era más emocionante que la anterior. Descubrí que si una<br />
mañana yo introducía hábilmente una idea en su cerebro, podía estar seguro de escuchar al día<br />
siguiente una aventura en torno a ese tema, cuando ya su imaginación hubiese tenido tiempo de<br />
tejer la historia. Oí embobado cómo él y una Dama habían sido los únicos supervivientes de un<br />
naufragio durante una travesía hacia Murmansk («yo tenía que resolver allí ciertos asuntos»).<br />
Durante dos semanas la Dama y él flotaron sobre un iceberg, con sus ropas congeladas,<br />
alimentándose de algún que otro pez o gaviota crudos, hasta que los rescataron. El barco que los vio<br />
habría pasado de largo si no llega a ser por la rápida inventiva de Kralefsky, que con el abrigo de<br />
pieles de la Dama encendió una fogata de señales.<br />
Me encantó la historia de aquella vez en que le habían atracado unos bandidos en el desierto de<br />
Siria («cuando conducía a una Dama a visitar ciertas tumbas»), y, cuando aquellos desalmados<br />
amenazaron con raptar a su bella compañera para pedir por ella un rescate, él se ofreció a ir en su<br />
lugar. Pero a los bandidos les debió parecer que como rehén sería más atractiva la Dama, y se<br />
negaron. Kralefsky odiaba la violencia, pero en aquellas circunstancias, ¿qué otra opción le quedaba<br />
a un caballero? Los mató a todos con un cuchillo que llevaba escondido en la bota. Durante la<br />
Primera Guerra Mundial había estado, naturalmente, en el servicio secreto. Disfrazado con una<br />
barba postiza, había caído tras las líneas enemigas para ponerse en contacto con otro espía inglés y<br />
obtener ciertos planos. Con escasa sorpresa por mi parte, el otro espía resultó ser una Dama. Su<br />
huida (con los planos) del pelotón de ejecución fue una obra maestra de ingenio. ¿A quién si no a<br />
Kralefsky se le habría ocurrido introducirse en la armería y cargar todos los fusiles con cartuchos de<br />
fogueo, para después fingirse muerto al sonar las descargas?<br />
De tal modo me acostumbré a las extraordinarias historias de Kralefsky, que en las escasas<br />
ocasiones en que me narraba una lejanamente posible, yo me la solía creer. Eso fue su perdición. Un<br />
día me contó cómo, estando de joven en París, caminaba una tarde solo cuando se encontró con un<br />
individuo enorme que maltrataba a una Dama. Ofendidos sus instintos caballerescos, Kralefsky se<br />
apresuró a propinarle un bastonazo en la cabeza. El individuo resultó ser el campeón de lucha libre<br />
de Francia, e inmediatamente exigió reparar su honor, y Kralefsky accedió a ello. El otro propuso<br />
que se enfrentaran en el ring, y Kralefsky accedió a ello. Se fijó fecha y Kralefsky empezó a<br />
entrenarse para el combate («dieta vegetariana y mucho ejercicio»), y al llegar el gran día jamás<br />
había estado en mejor forma. A su contrincante —que a juzgar por la descripción ostentaba un<br />
parecido extraordinario, tanto en tamaño como en mentalidad, con el Hombre de Neanderthal— le<br />
sorprendió comprobar que Kralefsky podía medirse con él. Durante una hora estuvieron batiéndose<br />
por el ring, sin que ninguno consiguiera derribar al otro. De repente, Kralefsky recordó una llave<br />
que le había enseñado un japonés amigo suyo. Con un gancho y un tirón lanzó por el aire a su<br />
adversario, lo volteó y lo arrojó fuera del ring. El desdichado quedó tan malherido que tuvo que<br />
pasarse tres meses en el hospital. Como Kralefsky señaló acertadamente, no fue más que un justo y<br />
apropiado castigo para un bruto tan vil como para alzar la mano contra una Dama.<br />
Impresionado por aquel relato, le pregunté a Kralefsky si querría enseñarme los rudimentos de la<br />
lucha libre, porque pensaba que me sería de gran utilidad si alguna vez me encontraba a una Dama<br />
en apuros. Kralefsky no pareció muy inclinado a ello; quizá más adelante, cuando tuviéramos más<br />
sitio, me podría enseñar algunas llaves, dijo. Él olvidó el incidente, pero yo no, y el día que vino a<br />
ayudarme a construir el nuevo hogar de las Gurracas decidí recordarle su promesa. <strong>Mi</strong>entras<br />
tomábamos el té esperé a que se hiciera una pausa adecuada en la conversación para mencionar la<br />
famosa victoria de Kralefsky sobre el campeón de lucha libre de Francia. Por lo visto, a Kralefsky<br />
no le agradó ver comentada su hazaña. Palideció y me hizo callar rápidamente.<br />
—No se debe alardear de esas cosas en público —me susurró con voz ronca.<br />
Yo estaba muy dispuesto a respetar su modestia, con tal que me diera una lección de lucha. Señalé<br />
que me contentaba con aprender unos cuantos trucos sencillos. —Bueno —dijo Kralefsky,