Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
—No puedo alimentaglos a todos —me explicó—, pog eso pretendo hacegles felices matándolos.<br />
Así están mejog, pego me entigstece tanto...<br />
Cualquiera que hubiese visto aquellos gatos estaría de acuerdo en que realizaba un servicio muy<br />
necesario y piadoso. Con lo cual mis clases de francés se interrumpían a cada paso mientras el<br />
cónsul corría a la ventana a enviar un gato más a cotos de caza más risueños. Al disparo seguía un<br />
momento de silencio en señal de respeto al muerto, y luego el cónsul se sonaba las narices con<br />
violencia, suspiraba trágicamente y de nuevo nos zambullíamos en el enmarañado laberinto de los<br />
verbos franceses.<br />
Por alguna razón ignota, el cónsul estaba convencido de que Mamá sabía su idioma, y no<br />
desaprovechaba la menor oportunidad de meterla en conversación. Si ella, yendo de compras por el<br />
pueblo, tenía la suerte de divisar su sombrero de copa acercándose por entre el gentío, se refugiaba<br />
presurosa en la tienda más próxima y compraba un brazado de cosas que no le hacían ninguna falta,<br />
en tanto pasaba el peligro. Pero a veces el cónsul salía súbitamente de una bocacalle y la cogía por<br />
sorpresa. Avanzaba con amplia sonrisa y dando vueltas al bastón se quitaba la chistera y casi se<br />
partía en dos al tiempo que tomaba la mano que ella le ofrecía de mala gana y la oprimía<br />
apasionadamente contra su barba. Parábanse entonces en mitad de la calle, separados de rato en rato<br />
por el paso de un burro, y el cónsul sumergía a Mamá en una riada de francés, accionando<br />
elegantemente con sombrero y bastón, ajeno a todas luces a la expresión vacía de su interlocutora. A<br />
intervalos puntuaba su discurso con un interrogante «nest—ce pas, madame?», que era la señal para<br />
Mamá. Haciendo acopio de todo su valor, era entonces cuando mostraba su perfecto dominio del<br />
idioma galo.<br />
—Oui, oui! —exclamaba con sonrisa crispada, para luego añadir, por si acaso había sonado poco<br />
entusiasta—, oui, oui.<br />
Este proceder satisfacía al cónsul, y estoy seguro de que jamás cayó en la cuenta de que era ésa la<br />
única palabra francesa que mi madre conocía. Pero estas conversaciones eran para ella un martirio,<br />
y nos bastaba con bisbisear: «Cuidado, Mamá, que viene el cónsul» para lanzarla calle abajo con<br />
femeninas zancadas peligrosamente rayanas en galope.<br />
En cierto modo, las clases de francés me hacían bien; no aprendía lo más mínimo, desde luego,<br />
pero llegaba al mediodía con tal aburrimiento encima que después de comer emprendía mis<br />
excursiones al campo con redoblado entusiasmo. Quedaba, además, el recurso de esperar al jueves.<br />
En ese día Teodoro acudía a la villa a tan temprana hora de la tarde como lo permitían las buenas<br />
costumbres, y se quedaba hasta que la luna se elevaba sobre los montes de Albania. Que el día<br />
elegido para sus visitas fuese precisamente el jueves era para él una feliz coincidencia, ya que los<br />
jueves llegaba el hidroavión de Atenas y aterrizaba en la bahía no lejos de casa. A Teodoro le<br />
encantaba verlo aterrizar. Por desdicha, la única parte de la casa desde donde se tenía una buena<br />
vista de la bahía era el ático, y eso asomándose peligrosamente por la ventana y estirando el cuello.<br />
Con precisión matemática, el avión llegaba en mitad del té; se oía un zumbido grave, soñoliento y<br />
tan débil que podía pasar por el de un abejorro. Teodoro, en plena anécdota o comentario,<br />
enmudecía de pronto: un brillo fanático se adueñaba de sus ojos, un estremecimiento recorría su<br />
barba, e inclinaba de lado la cabeza.<br />
—¿Será eso... eh... saben ustedes si será eso... el avión? —preguntaba.<br />
Todo el mundo dejaba entonces de hablar y aguzaba el oído; poco a poco el sonido se hacía más<br />
intenso. Teodoro depositaba cuidadosamente en el plato su magdalena a medio comer.<br />
—¡Aja! —decía, limpiándose los dedos con esmero—. Sí, desde luego suena como un avión...<br />
eh... hum... sí.<br />
El sonido se aproximaba cada vez más y Teodoro rebullía inquieto en su asiento. Al fin Mamá<br />
acudía a liberarle de su aflicción.<br />
—¿Le gustaría subir a verlo aterrizar? —preguntaba.