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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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arrastraría sobre la puerta con el ruido de un esparadrapo que se despega lentamente. Un ciempiés<br />

haría el estruendo de un batallón de caballería. Las moscas patalearían en descargas breves,<br />

seguidas de una pausa para lavarse las manos: un ruido sordo y áspero como el de un afilador en<br />

acción. Decidí que los escarabajos de mayor tamaño sonarían a apisonadora, y los más pequeños,<br />

mariquitas y <strong>otros</strong>, probablemente ronronearían sobre el musgo como cochecitos de pilas. Abstraído<br />

en estos pensamientos regresé a casa por los campos oscurecidos, para contarle a la <strong>familia</strong> mi<br />

nuevo hallazgo y mi encuentro con Teodoro. Esperaba volver a verle y preguntarle muchas cosas,<br />

pero no me hacía ilusiones de que tuviera mucho tiempo que dedicarme. Me equivocaba: dos días<br />

más tarde Leslie, que volvía de una escapada al pueblo, me entregó un paquetito.<br />

—Me encontré al barbudo —dijo lacónicamente—; ya sabes, el científico chiflado ése. Dijo que<br />

esto era para ti.<br />

Contemplé con incredulidad el paquete. ¿Cómo iba a ser para mí? Debía de haber algún error, un<br />

gran científico no se tomaría la molestia de mandarme ningún paquete. Le di la vuelta, y allí, escrito<br />

con letra clara y picuda, figuraba mi nombre. Rasgué el papel apresuradamente. Dentro había una<br />

cajita y una carta.<br />

Querido Gerry Durrell:<br />

Me pregunté, después de nuestra conversación del otro día, si para sus estudios de la historia<br />

natural local no le convendría contar con la ayuda de algún instrumento de ampliación. Le envío por<br />

eso este microscopio de bolsillo, con la esperanza de que le sea de utilidad. No es, por supuesto, de<br />

gran aumento, pero vera que es suficiente para el trabajo de campo.<br />

Con mis mejores deseos,<br />

Suyo afectísimo,<br />

Teo— Stefanides<br />

P.D.—Si no tiene nada mejor que hacer el jueves, quizá le agradaría acompañarme a tomar el té, y<br />

podría enseñarle algunas de mis placas de microscopio.<br />

6. La dulce primavera.<br />

Desde las postrimerías del verano, y a lo largo del invierno suave y lluvioso que le siguió, el té en<br />

casa de Teodoro se convirtió en costumbre semanal. Todos los jueves Spiro me llevaba al pueblo,<br />

con los bolsillos reventando de cajas de fósforos y tubos de ensayo llenos de ejemplares. Era una<br />

cita a la que no habría faltado por nada del mundo.<br />

Teodoro me recibía en su estudio, aposento que merecía mi total aprobación. Aquello sí que era<br />

un cuarto como Dios manda. Las paredes estaban forradas de altas estanterías rebosantes de<br />

volúmenes sobre biología de agua dulce, botánica, astronomía, medicina, folklore y <strong>otros</strong><br />

fascinantes y juiciosos temas por el estilo. Diseminadas entre ellos aparecían diversas antologías de<br />

historias policíacas y de terror. Sherlock Holmes se codeaba con Darwin y Le Fanu con Fabre,<br />

formando a mis ojos una biblioteca perfectamente equilibrada. Por una ventana de la habitación el<br />

telescopio de Teodoro asomaba su nariz al cielo cual perro aullador, y el alféizar de ésa y las<br />

restantes albergaba un ejército de tarros y frascos de diminuta fauna dulceacuícola, que bullía y<br />

pululaba entre las delicadas frondas de algas verdes. A un lado del estudio había un escritorio<br />

monumental, cargado hasta arriba de álbumes de recortes, microfotografías, placas radiográficas,<br />

diarios y cuadernos. En el testero opuesto estaba la mesa de microscopios, con su potente lámpara<br />

extensible inclinada como un lirio sobre las cajas oblongas donde Teodoro guardaba su colección de<br />

placas. Los microscopios mismos, relucientes como urracas, se alojaban bajo una serie de fanales de<br />

vidrio.

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