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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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pavo más grande que él, y con un cañón tan grueso que era imposible doblarla. Su esposa solía<br />

tardar varios minutos en convencerle de que, por mucho que empujaran y forcejearan, la pluma no<br />

entraba en el nido. Presa de amargo desencanto, la dejaba al fin caer revoloteando para ir a engrosar<br />

el montón cada vez mayor del suelo, y partía de nuevo en busca de algo más adecuado. Al ratito<br />

estaba de vuelta, bregando con un amasijo de lana tan enredada y amazacotada de tierra y estiércol<br />

que difícilmente podía subirla hasta el alero, y menos acercarla al nido.<br />

Cuando por fin estuvieron forrados los nidos, puestos e incubados los pecosos huevos, el carácter<br />

de ambos maridos pareció trocarse. El que antes trajera tanto forro inútil planeaba y revoloteaba por<br />

las laderas con aire despreocupado, y como por acaso volvía portando un bocado de insectos del<br />

tamaño y blandura justos para hacer las delicias de su despeluchada y temblorosa prole. El otro<br />

macho se vio cercado por terribles angustias, abrumado ante la posibilidad de que sus hijos<br />

perecieran de hambre. Así, agotaba todas sus energías en la búsqueda de alimentos, para aparecer<br />

siempre cargado de los artículos más improcedentes, como grandes escarabajos punzantes, todo<br />

patas y élitros, o libélulas descomunales, resecas y absolutamente incomestibles. Aferrado al borde<br />

del nido, hacía esfuerzos denodados pero vanos por embutir sus gigantescas ofrendas por el gaznate<br />

siempre abierto de sus crías. Tiemblo sólo de pensar lo que habría ocurrido si hubiese logrado<br />

introducir una de aquellas espinosas criaturas en sus buches. Pero afortunadamente no lo lograba<br />

jamás, y al final, más angustiado que nunca, tiraba el insecto al suelo y volaba presuroso en busca<br />

de alguna otra cosa. Quedé muy agradecido a este golondrino, ya que me surtió de tres especies de<br />

mariposa, dos de hormiga león y seis libélulas que me faltaban en la colección.<br />

Las hembras, una vez rotos los huevos, se comportaron más o menos como antes: volaban algo<br />

más de prisa, hacían gala de activa eficiencia, pero eso era todo. Me fascinó el ver por primera vez<br />

el sistema higiénico de un nido de pájaros. A menudo me había preguntado, criando a mano un<br />

pájaro joven, por qué cuando quería excretar levantaba el trasero al cielo, con mucho contoneo.<br />

Entonces descubrí la razón. El excremento de los pollos de golondrina formaba glóbulos recubiertos<br />

de una mucosidad que rodeaba la deposición a manera de envoltura gelatinosa. Las crías se<br />

empinaban sobre la cabeza, contoneaban el trasero con breve pero entusiasta rumba y depositaban<br />

sus regalitos sobre el borde del nido. Al llegar, las hembras atiborraban de comida los ávidos<br />

gaznates, y luego tomaban delicadamente en su pico la deposición y volaban a soltarla en cualquier<br />

punto de los olivares. Era un sistema admirable, y yo contemplaba absorto todo el proceso, desde el<br />

contoneo de traseros —que siempre me hacía reír— hasta el planeo final de la madre sobre la copa<br />

de un árbol y la suelta de la pequeña bomba blanca y negra.<br />

Debido a la costumbre del golondrino de recolectar insectos extraños e inadecuados para sus crías,<br />

yo solía examinar el suelo de debajo del nido un par de veces al día, con la esperanza de hallar<br />

nuevos ejemplares con destino a mi colección. Fue allí donde, una mañana, vi arrastrarse al más<br />

extraordinario de los escarabajos. No creo que ni siquiera un golondrino tan obtuso como aquél<br />

pudiese haber cargado con un bicho tan grande, ni aun cazarlo, pero allí estaba sin lugar a dudas,<br />

bajo la colonia. Era un escarabajo azul—negro, torpe, voluminoso, con una cabezota redonda,<br />

largas antenas articuladas y cuerpo bulboso. Lo que me asombró fueron sus élitros: parecía como si<br />

los hubiera llevado al tinte y hubiesen encogido, porque eran pequeñísimos, diríase que construidos<br />

para un escarabajo la mitad de grande. Jugué con la idea de que quizá esa mañana se había<br />

encontrado sin élitros limpios que ponerse y había tenido que tomar prestados los de su hermanito<br />

menor, pero al fin decidí que, aunque encantadora, tal hipótesis no podía pasar por científica.<br />

Después de cogerlo noté que los dedos me olían levemente a algo picante y aceitoso, si bien no<br />

había observado que exudase líquido alguno. Se lo di a oler a Roger por ver si coincidía conmigo, y<br />

al verle estornudar violentamente y apartarse deduje que era el escarabajo y no mi mano. Lo guardé<br />

cuidadosamente para enseñárselo a Teodoro.<br />

Ahora que ya habían llegado los días cálidos de la primavera, Teodoro venía todos los jueves en<br />

coche de punto a tomar el té con nos<strong>otros</strong>: su traje impecable, cuello duro y sombrero hongo hacían<br />

un extraño contraste con las redes, bolsas y cajas llenas de tubos de ensayo de las que siempre iba<br />

pertrechado. Antes del té examinaba las nuevas adquisiciones de mi colección y las identificaba.

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